Datos del libro
Fecha de publicación: 20 de mayo de 2018
Nº páginas: 341
Editor: IndependienteIdioma: Español
ISBN-10: 1982908769
ISBN-13: 978-1982908768
Anthony Thomas Cavendish, octavo marqués de Huntington, sufrió una caída en el mar que le hizo perder la memoria. Ahora se encuentra intentando recuperar su vida lidiando con una familia que le abruma y una mujer a quien prometió matrimonio y a quien ni siquiera recuerda.
Cuando Eleanor Levenson pierde al amor de su vida quiere morir, pero saca fuerzas de donde no las tiene para seguir adelante con su vida y plantearse encontrar marido en su última temporada. Sin embargo, el primer baile de Almack's le depara una sorpresa que cambiará su destino.
Un
sollozo escapó de la garganta de la joven al recordar su último beso. Todos le
decían que lo superaría, ¿pero cómo hacerlo si su corazón había muerto con Anthony?
Se arrodilló junto a su
cama y rezó para que Dios le diera fuerzas para seguir adelante, porque en ese
momento ella solo quería estar con Anthony… viva o muerta.
Primeros capítulos
PRÓLOGO
La reina Victoria no dejaba de pasearse por su despacho
esperando que alguien trajese buenas noticias sobre la desaparición de unos de
sus nobles. Aunque todos los agentes de Scotland Yard estaban ya inmersos en la
búsqueda, había reunido a su guardia personal en cuanto Lowell les comunicó la
espantosa noticia de la desaparición de Anthony Cavendish en alta mar. Su barco
había sido atacado a pocos días de las cosas de Inglaterra terminando en el fondo
del océano, y nadie había sabido nada del marqués desde que subió a él meses
atrás.
—¡Encontradle! —rugió, enfatizando sus palabras con un golpe
del puño sobre su escritorio— ¡Buscad debajo de cada piedra, en cada rincón del
país! ¡No quiero veros regresar si no es con el marqués de Huntington con
vosotros!
—¡Pero majestad! —protestó el jefe de la guardia— ¡No
podemos hacer eso! ¡No puede quedarse sin protección!
—Alberto es totalmente capaz de cuidar de mí, Heath.
—¡Pero alteza!
—Nada… —susurró Victoria con los dientes apretados— Nada es
más importante ahora mismo que traer a Huntington a casa sano y salvo, ¿me
oyes? ¡Nada en absoluto! ¡Y ahora desapareced de mi vista!
Victoria se recogió las faldas con furia y salió de la
habitación dando un portazo. ¿Dónde estaría Anthony? ¿Estaría muerto? No… no
debía pensar en ello. Su amigo estaba vivo, tenía que estar vivo… Se reunió con
el resto de sus amigos, que se encontraban en su salón privado a la espera de
nuevas noticias. Sarah y Mary permanecían sentadas en el sofá sujetándose las
manos la una a la otra e intentando no sucumbir a las lágrimas. Stefan
permanecía en el sillón de orejas perdido en sus pensamientos mientras su
esposa le apretaba los hombros para infundirle ánimos, sentada en el brazo junto
a él. Nunca había visto a su amigo pasarlo tan mal, y su pena la estaba matando
a ella también. Tenía los ojos enrojecidos por las lágrimas que se negaba a
derramar, pues debía mantenerse entero por ser ahora el cabeza de familia.
La reina pasó por su lado y le apretó con fuerza el hombro
antes de sentarse en el sillón de al lado.
—Le encontraremos, Stef —susurró—. Te doy mi palabra.
—No prometas cosas que no puedes cumplir, Vicky —susurró—.
Mi hermano puede estar…
—¡No lo digas! —exclamó Sarah ahogando un sollozo— ¡Ni se te
ocurra decirlo!
—Cálmate, hija… —pidió su madre.
—¡Anthony está vivo! ¿Me oís? ¡No puede estar muerto! —dijo
llevándose la mano al corazón— Si estuviese muerto lo sentiría aquí… ¡Lo
sabría!
Su esposo se acercó a ella y la apretó contra su cuerpo.
Victoria suspiró ante la desesperada seguridad de su amiga. Todos tenían
esperanzas de que Anthony siguiese con vida, pero debían tener en cuenta todas
las opciones. Cabía la posibilidad de que Anthony hubiese perdido la vida en
alta mar, era más que probable y debían estar preparados para afrontarlo. Pensó
en Eleanor, la hermana pequeña del duque de Sutherland, que permanecía ajena a
todo lo que estaba sucediendo. Anthony le había confesado antes de marcharse
sus intenciones de pedir su mano en matrimonio cuando regresara de su viaje,
estaban muy enamorados y temía que la noticia rompiese el corazón de esa pobre
muchacha.
El duque de Sutherland entró en ese momento seguido de Henry
Lowell, inspector jefe de Scotland Yard y otro de sus mejores amigos de la
infancia.
—He dejado a Beth y a Eleanor en casa —dijo Francis—. En su
estado mi esposa tiene que estar tranquila y todo este asunto no ayuda
demasiado.
—Has hecho bien, Fran —contestó la reina—. Beth no
soportaría la pérdida de otro bebé.
—Deberías contarle a Eleanor lo que está ocurriendo —protestó
Sarah levantándose a mirar por la ventana—. Tiene derecho a saberlo también.
—No quiero que se disguste —contestó el duque—. Tiene a tu
hermano en muy alta estima y la noticia la destrozaría. Es demasiado dulce y
delicada para soportarla.
—Subestimas a tu hermana —añadió Ivette—, pero es tu
decisión.
Mary dejó escapar entonces un sollozo y Lowell se sentó
junto a ella para sujetar las manos de la dama entre las suyas.
—Tengo a mis mejores hombres peinando la costa de Londres,
excelencia —susurró el agente—. Le encontraremos, le doy mi palabra.
—Avisa a la guardia marítima —ordenó la reina—. Encontrad a
los desgraciados que han hundido el Mary
y apresadles. Les haré colgar en la horca por esto.
—¿Y si no ha logrado llegar a Inglaterra? —preguntó Ivette—
Tal vez la corriente lo haya arrastrado hasta la costa de América.
—Eso es imposible, Ivy —contestó Lowell—. El barco ha sido
encontrado a un par de días de Inglaterra. Es imposible que haya llegado tan
lejos con vida.
—No puedo permanecer aquí sentado por más tiempo sin hacer
nada —protestó Stefan levantándose—. Tengo que ir a buscar a mi hermano.
—Te acompaño —dijo Andrew, su cuñado, levantándose—. No
puedo permitir que hagas esto tú solo.
—Voy con vosotros —añadió Francis levantándose—. Seis ojos
ven más que cuatro.
Victoria vio a sus amigos salir por la puerta y se sentó
frente a Mary, que no podía dejar de llorar abrazada a su nuera.
—Anthony aparecerá, querida, ya lo verás —susurró—. Volverá
a casa sano y salvo.
—Dios te oiga, Victoria… Dios te oiga —contestó la mujer
persignándose.
La reina dejó intimidad a las damas para que llorasen su
pena. Ella necesitaba desahogarse también, pero su posición la obligaba a
mantener la compostura. Con paso lento, se dirigió a la capilla. La cruz dorada
que colgaba en la pared desprendía destellos al incidir en ella un rayo de sol
que se filtraba por la ventana, casi como si Dios quisiera infundirle los
ánimos que tanto necesitaba. Se acercó al primer banco y cogió su rosario antes
de arrodillarse y cerrar los ojos para alzar su plegaria al cielo.
—Aquí estás —dijo Alberto sentándose a su lado—. Estaba
preocupado.
—Necesitaba estar sola unos minutos.
—Lo estás haciendo muy bien, mi amor —susurró él abrazándola
con cariño.
—¿Cómo voy a mantenerme impasible cuando es uno de mis
mejores amigos quien ha desaparecido, Alberto? ¿Cómo puedo aparentar calma si
estoy tan destrozada por dentro como ellos?
—Podrás hacerlo porque eres fuerte y valiente, Victoria.
Ellos te necesitan entera, mi amor, tienes que estarlo, porque esta vez Stefan
te necesitará para encontrar la fuerza necesaria para seguir adelante.
—¿Y si ha muerto? ¿Cómo podremos superarlo?
—Nos ocuparemos de ello a su debido tiempo, aún le estamos
buscando.
—Espero de todo corazón que eso no ocurra, pues su muerte
dejará demasiados corazones destrozados.
—Ahora solo podemos rezar por él y esperar buenas noticias.
—Tienes razón, querido —dijo levantándose—. Voy a mandar a
las mujeres a descansar. No pueden hacer nada, y quedándose aquí lo único que
conseguirán será terminar cayendo enfermas.
—Tú también deberías irte a descansar, Vicky. Vamos, te
acompaño.
Alberto abrazó a su esposa y suspiró. Si Anthony no volvía a
casa iba a tener que ser él quien mantuviese la compostura, porque sabía a
ciencia cierta que su esposa se desmoronaría en cuanto diesen por terminada la
búsqueda.
֎֎֎֎֎
Anthony se despertó sintiendo un tremendo dolor en la parte
de atrás de la cabeza. ¿Dónde demonios se encontraba? Lo último que recordaba
era ver un barco acercarse a ellos por barlovento… Volvía a Londres desde Nueva
York después de cerrar varios tratos mercantiles y dejar todos sus asuntos
atados para no tener que volver a embarcar y ocupar el lugar que le
correspondía como marqués de Huntington. En cuanto pisase tierra firme iría a
pedir la mano de Eleanor, la mujer de la que había terminado perdidamente
enamorado. Nada había salido como había planeado, pero el amor es una fuerza
ingobernable y nada ni nadie es capaz de controlarlo.
Conocía a Eleanor desde que era una niña, aunque siempre la
había visto como a la hermana menor de Francis. Siempre había sido una niña
tímida con impecables modales y sonrisa dulce, pero cuando regresó a Londres
tras la boda de su hermano Ely se había convertido en toda una mujer… y no
había podido evitar sucumbir a sus encantos. Con el paso del tiempo habían
entablado una bonita amistad que se había transformado en puro amor, y no veía
la hora de convertirla en su esposa y poder tenerla entre sus brazos.
Cuando su dolor de cabeza se calmó un poco se incorporó lo
suficiente para poder mirar a su alrededor. Aunque la estancia estaba en
penumbra, pudo vislumbrar que se trataba de una celda de no más de dos metros
cuadrados. Carecía de ventanas que dieran al exterior, a excepción de un
diminuto ventanuco cubierto de barrotes en la parte de arriba de la puerta, y
el único mobiliario con el que podía contar era un orinal en la esquina opuesta
y la cama infectada de piojos en la que estaba recostado. Intentó levantarse
con cuidado, pero todo empezó a darle vueltas y tuvo que sostenerse la cabeza
con ambas manos antes de volver a dejarse caer sobre el colchón. Su estómago
dio entonces un vuelco y cayó de rodillas al suelo para intentar llegar a
tiempo hasta el orinal, pero terminó vomitando en el centro de la habitación.
Como pudo, logró volver hasta la cama y cerró los ojos con
un suspiro, ansiando un trago de agua que terminara con el regusto amargo que
se le había quedado en la boca, y se centró en recordar… Nada, ni un leve
atisbo de lo que había ocurrido ni qué maldito lugar era aquel. Pensó en
Eleanor, que esperaba en Londres pacientemente su regreso. ¿Cuánto tiempo
llevaría encerrado allí? ¿Días, o tal vez meses? Fran no tenía ni idea de sus
intenciones de pedir su mano en matrimonio, ¿y si la temporada había terminado
y había prometido a su hermana con otro hombre? Pensar en perder a la mujer que
amaba le dio fuerzas para volver a incorporarse. Posó de nuevo sus pies
descalzos sobre la fría madera del suelo, y se percató del breve balanceo
típico del mar.
—Así que estoy en un barco… —susurró.
Intentó ponerse de pie agarrándose a la pared. Paso a paso
logró llegar a la puerta de la habitación, que como suponía estaba cerrada con
llave, y la golpeó con todas sus fuerzas antes de dejarse caer hasta el suelo
con un suspiro.
—¡Maldita sea!
Recuperó el aliento lo suficiente para volver a la cama,
pero el esfuerzo le había dejado exhausto y se durmió a la espera de que
alguien fuese a decirle qué demonios hacía en ese lugar. Horas más tarde se
abrió una trampilla por debajo de la puerta, en la que no había reparado hasta
entonces, y lanzaron por ella una bandeja con comida. Anthony se lanzó hacia la
abertura con rapidez para intentar ver algo que le diese alguna pista sobre su
paradero, pero su captor la cerró antes de que pudiese llegar a ella.
—¡¿Quién eres?! —rugió Tony golpeando la portezuela— ¡¿Por qué
demonios me tienes encerrado en este cuartucho?! ¡Contesta, maldita sea!
Pero no obtuvo respuesta alguna. Apoyó la espalda sobre la
fría superficie de hierro y cerró los ojos con fuerza después de mirar la
bazofia que le habían servido de almuerzo. Su olor era repugnante, pero el
cansancio estaba haciendo estragos en su cuerpo y si no se alimentaba no
tendría las fuerzas suficientes para escapar de su prisión. Apartó de una
patada a una rata que se acercaba peligrosamente a la bandeja e intentó tragar
el espeso mejunje, que ayudó a bajar por su garganta con pequeños trozos de pan
y sorbos de agua. Cuando terminó de comer se tumbó en el catre e intentó
conciliar el sueño, pero no podía apartar de su mente a Eleanor y la promesa
que le había hecho antes de marcharse. Tenía que escapar de allí y volver a
ella costase lo que costase. Encontraría la manera de hacerlo aunque le llevase
la misma vida.
Tiempo después, escuchó un ruido a través de la puerta. Ni
siquiera sabía si habían pasado días, horas o solo unos pocos minutos desde que
comió, pero se incorporó de inmediato cuando escuchó una llave colarse en la
cerradura. Se agazapó tras la puerta con la idea de atacar a su captor y huir
de aquel lugar, pero lo primero que vio fue el cañón de una pistola apuntando a
su nariz.
—Ni lo intentes, muchacho —dijo el intruso—. Soy más viejo y
por tanto tengo más experiencia que tú, así que te aconsejo que desistas de tu
intento de huir de aquí si quieres permanecer con vida.
Anthony volvió a su catre sin apartar la mirada de su
atacante. Se trataba de un hombre de mediana edad, no tan alto como él pero
desde luego sí mucho más musculoso. Sus brazos debían tener la envergadura de
uno de los muslos del marqués, y sus manos tenían el doble de tamaño que las
suyas. No lograba distinguir el color de sus ojos, pero sí vislumbró la
determinación que desprendían. Una espesa barba color caoba cubría su cara, y
un aro de oro colgaba de su oreja izquierda.
—¿Quién demonios eres y por qué me tienes encerrado? —preguntó
el marqués.
—Mi nombre es John Williams, y soy el dueño de esta
preciosidad, el Quimera. No te lo
tomes como algo personal, muchacho, pero pusiste demasiada resistencia cuando
abordamos tu barco y no nos diste más opción que capturarte.
—¡Piratas! —escupió Anthony.
—No somos piratas, muchachos, sino corsarios. Hacemos
encargos para otros, por lo que nuestro trabajo no puede considerarse
piratería.
—¿Y quién os contrató para atacar mi barco?
—Nadie que te importe. Deberías haberte estado quieto y
ahora estarías en casa sano y salvo… aunque sin un centavo. Ahora volvemos a
América, ya pensaré qué hacer contigo cuando lleguemos allí.
—¿América? ¡Debo regresar a Inglaterra de inmediato!
—Haberlo pensado antes de resistirte a nuestro asalto.
—¡Da la vuelta de inmediato o…
El golpe de la culata de la pistola llegó sin esperarlo. La
sangre comenzó a brotar de su labio partido, y escupió a la cara de su agresor
con el odio dibujado en su rostro.
—Tienes agallas, debo reconocerlo. Pero que no se te olvide
que aquí yo soy la ley. Más vale que te calles si no quieres terminar siendo
comida para tiburones. Y ahora, si me disculpas, tengo otros asuntos que
atender.
El capitán se marchó dejándole más confuso que antes. ¿Quién
habría encargado el robo de su barco? Se dejó caer en el camastro y descosió el
forro de la chaqueta que aún lucía para sacar la foto que Eleanor había
escondido en él, junto a su corazón. En ella su amada sonreía abiertamente
mientras el fotógrafo la retrataba el año anterior en el Palacio de Cristal.
Recordó el momento con nitidez. Habían acudido todos juntos a la inauguración
del monumento y Ely y él se habían distanciado del resto de sus amigos para
poder pasar algo de tiempo a solas. Pasearon por los jardines y Anthony logró
robarle su primer beso escondidos tras un enorme cerezo que daba sombra a uno
de los innumerables bancos que habían colocado para poder tomar un refrigerio.
Al principio, las mejillas de la muchacha enrojecieron, pero un segundo después
sus labios esbozaron una dulce sonrisa que hizo aflorar un par de hoyuelos en
ellas. Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas del marqués, que las
apartó con furia.
—Volveré a tu lado, mi amor, te lo prometo —susurró—. Nada
ni nadie va a impedir que cumpla la promesa que te hice. Te doy mi palabra.
A la mañana siguiente, uno de los piratas entró en la celda
para colocarle un par de esposas en las muñecas y los tobillos y llevarle a
empujones hasta la cubierta del barco. El sol dañó sus ojos grises e intentó
cubrírselos con los brazos, pero su carcelero tiró de las cadenas para que
aligerase el paso. La cubierta estaba repleta de marineros de dudosa reputación
que le miraban con interés, y al fondo pudo ver a Ian Monroe, el capitán que
había contratado para que se ocupase a partir de ese momento de su barco. En
cuando Monroe le vio, sus ojos se abrieron por completo, reflejando el terror
que sentía.
—¡Milord! ¿Qué está pasando? ¿Por qué nos han capturado?
—¡Cállate! —ordenó uno de los piratas.
—¡Tengo derecho a saberlo! —protestó el capitán.
La mano del pirata se estampó de lleno contra la cara de
Monroe, y un par de dientes saltaron de su boca junto con un caño de sangre.
—¡Que te calles he dicho! —gritó el pirata.
—Oliver, aún no me conviene que le mates, así que por favor,
contén tu mal humor.
La voz provenía de detrás de Anthony, y era la misma que él
mismo había oído la noche anterior. Se volvió para mirar a Williams, que
permanecía sentado sobre un barril mirándoles divertido.
—Bien —prosiguió—, como aún quedan varias semanas para
arribar a puerto he pensado que podéis sernos de alguna utilidad aquí en el
barco. Deberéis ganaros el sustento con el sudor de vuestra frente, muchachos.
No hay trabajo, no hay comida.
—Lo haremos, capitán Williams —dijo el marqués alto y claro.
—¡Pero milord! —exclamó Monroe.
Anthony le miró con severidad ordenándole silencio, pero el
hombre pareció no entender sus intenciones.
—Pero…
—Tu capitán te ha ordenado callar, muchacho —dijo Oliver—.
Deberías hacerle caso.
—¡Yo soy el capitán del barco, idiota! —gritó Monroe— ¡Él es
un par del reino y la reina de Inglaterra os hará colgar por esto!
—¡Vaya! Así que tengo en mi poder ni más ni menos que a un
par del reino, ¿mmm? —preguntó Williams andando en círculos alrededor de
Anthony.
Él maldijo en silencio. Sabía que ahora que conocía su
identidad ese desgraciado sería capaz de cualquier cosa por sacar una buena
tajada. Debía urdir un plan para encontrarse más cerca de la costa y poder
escapar.
—Soy el marqués de Huntington —dijo por fin con voz alta y
clara.
—Así que un marqués… Y supongo que tendrás mucho dinero.
—No solo eso, mi hermano pagará muy bien mi regreso. Es el
duque de Devonshire, ¿ha oído hablar de él?
—¡Eres amigo de la reina Victoria! ¡Maldita sea! —exclamó el
pirata bastante asustado.
—Ella también pagaría una suculenta recompensa por mi vida.
—¿Crees que soy estúpido? La reina mandará un ejército a
matarme y no voy a arriesgarme a que eso ocurra. Volvemos a Nueva York,
muchachos.
—¡Espera un momento! —gritó
Anthony desesperado— Mi hermano hará cualquier cosa con tal de tenerme de
vuelta, incluso ocultarle la verdad a Victoria.
El capitán se detuvo, pero no le miró.
—Para Stefan la familia es más importante que el honor,
Williams, no se arriesgará a que me mates por avisar a la reina.
—Muy bien, en ese caso cambiaremos el rumbo. Pero si
descubro que todo esto es una artimaña para escapar, muchacho, tendrás una bala
alojada en la mandíbula antes de que puedas pestañear.
Anthony suspiró aliviado. Estando cerca de Inglaterra tenía
muchas más posibilidades de sobrevivir si lograba escapar, y sabía que su
hermano no le decepcionaría en el caso de que no lograse hacerlo. Sintió un
puntapié en la espalda y se volvió para ver a un hombre de unos cuarenta años y
menos de media dentadura apuntarle con su arma.
—Tal vez no esté acostumbrado a hacerlo, señor marqués, pero
en este barco va a aprender a trabajar —dijo el pirata con sorna—. Empezarás
limpiando las letrinas, un trabajo muy acorde con tu posición.
Les arrastraron a ambos a empujones hasta la planta inferior
y les hicieron acarrear cubos de agua antes de ponerles a limpiar. El hedor a
orines de la habitación hizo vomitar a Monroe varias veces, pero consiguió arrancar
un trozo de su camisa para taparse la nariz y poder respirar. Anthony hizo lo
mismo y permanecieron en silencio hasta que su guardián salió a cubierta a
respirar aire fresco.
—Lo siento mucho, milord —se disculpó el capitán—, no
debería haber desvelado su identidad. Ahora van a chantajear a su familia y…
—Está bien, Monroe, no pasa nada. Escucha, no tenemos mucho
tiempo para hablar sin que nos escuchen. Tenemos que urdir un plan para escapar
de aquí cuando estemos cerca de la costa.
—Haré lo que haga falta, milord.
—Lo único que debes hacer por el momento es mantener la boca
cerrada, obedecer sin rechistar y no tratarme como si fuera tu superior. Cuanto
más lo haces más se ríen de ti.
—Entendido, milord.
—Deja de llamarme milord, mi nombre es Anthony. Y debes
comer aunque la comida sea repugnante, debemos mantener las fuerzas.
—¡Pero esa bazofia es…
—Lo sé, pero se traga mejor con un trozo de pan y un sorbo
de agua. Debemos tener fuerzas para llegar a la costa, Monroe, así que haz un
esfuerzo.
—De acuerdo, lo haré. Supongo que terminaré por
acostumbrarme a ella.
—Te aseguro que yo nunca me acostumbraré.
—¡Eh, vosotros dos! —gritó su vigilante entrando de nuevo—
¿Qué cuchicheáis?
—Intento animar a mi compañero, ¿es eso un delito? —dijo
Tony.
—¡A trabajar y a callar! Sigue desobedeciendo e informaré al
capitán de tu comportamiento.
—Lo siento, señor.
Anthony miró a Monroe, que asintió imperceptiblemente y
continuó vaciando los orinales por el ojo de buey. Cuando terminaron su trabajo,
el vigilante les llevó a la cubierta y les permitió lavarse con un poco de agua
en un barril. Les llevó a sus celdas, que descubrieron que estaban unidas, y
les dejó una bandeja similar a la anterior junto a la puerta. Tony comió y se
dedicó a buscar a lo largo de la pared alguna tabla suelta que pudiese levantar
para poder comunicarse con Monroe, pero todas estaban bien clavadas.
—Monroe, ¿me oyes? —susurró, pero no obtuvo respuesta.
Se dejó caer de nuevo en la cama y suspiró. Iban a ser las
semanas más largas de su vida, pero todo merecería la pena con tal de volver
con su familia… y con Eleanor.
CAPÍTULO 1
Tres
meses más tarde…
Hacía ya tres meses que Anthony estaba cautivo en
el Quimera. Tres insufribles meses trabajando al servicio de Williams
sin encontrar una única oportunidad viable de escapar. Monroe y él habían ido
ganándose poco a poco la confianza de sus captores, lo que les confería la
oportunidad de pasar tiempo a solas en el que poder urdir un buen plan. A
apenas dos semanas de arribar a puerto inglés, sabían que sus posibilidades de
escapar menguaban, y debían intentar hacerlo lo antes posible si no querían
terminar muertos. Monroe y él habían logrado improvisar un pequeño escondite en
el cuarto donde guardaban las escobas, en el que habían conseguido almacenar
víveres y provisiones suficientes para sobrevivir hasta que lograsen llegar a
Londres. Con suerte, esa misma noche podrían escapar de ese maldito barco y
llegar a la costa, donde pedirían ayuda para volver a su hogar.
Esa mañana habían ido a limpiar la cubierta con Joseph,
que estaba tumbado a la sombra del palo mayor durmiendo bajo su sombrero.
Anthony y Monroe se aseguraron de que su vigilante estaba completamente dormido
y se alejaron hasta la proa del barco para poder hablar tranquilamente sin que
nadie les oyese.
—Tenemos que hacerlo esta misma noche —dijo
Anthony.
—Pero aún no se divisa tierra, Anthony. Es
demasiado arriesgado.
—Lo sé, pero cuando lleguemos a puerto nuestras
posibilidades de escapar serán mínimas, y no quiero meter a mi hermano en
problemas.
—¿Y cómo llegaremos a la costa? Estamos demasiado
alejados de ella para llegar nadando.
—Tenemos que hacernos con una de las barcas de
remos de popa.
—Ni siquiera tenemos aún las llaves de las celdas,
Tony. Esto es una locura.
—¿Quieres calmarte? El contramaestre es el
encargado de nuestra vigilancia de esta noche, y sabes cuánto le gusta que le
acompañemos cuando bebe.
—Sí, es un borracho de primera, pero nos encerrará
en las celdas antes de perder el sentido.
—No si le hacemos creer que ya lo ha hecho,
¿verdad? Cuando dé la primera cabezada nos meteremos en la celda y cerraremos
la puerta como si él mismo nos hubiese encerrado, y cuando se quede
profundamente dormido escaparemos.
—No sé si es muy buena idea, Tony.
—Ya lo sé, pero es la única oportunidad que tenemos
de escapar. Ve a nuestro escondite y lleva las provisiones a una de las barcas.
Lo único que nos falta es un cuchillo con el que poder cortar las cuerdas que
la sujetan, nos haremos con él en la cena.
—Que Dios nos ayude. Si algo sale mal…
—Nos ayudará, no te quepa la menor duda. Nuestro
destino no puede ser terminar muertos en un barco de mala muerte.
Monroe asintió, cogió su cubo y sus trapos y se
alejó silbando hasta la popa del barco. Anthony continuó limpiando la cubierta
sin levantar sospechas, aunque su vigilante no tardó en percatarse de la
ausencia de su compañero.
—¡Eh, tú! ¿Dónde se ha ido Monroe? —preguntó
incorporándose.
—Ha ido a limpiar las letrinas, señor. Como aquí
queda poco por hacer se ha ofrecido a empezar a limpiarlas él mismo.
—Tienes suerte de poseer el título de marqués,
Huntington, el pobre diablo aún te considera superior a él y haría lo que fuera
por complacerte. Si yo estuviera en su lugar no tendría tantas consideraciones,
¿sabes, muchacho?
—Por suerte para mí no lo está, ¿verdad?
Joseph soltó una carcajada, palmeó la espalda de
Anthony y volvió a recostarse contra el palo mayor a seguir con su siesta. En
cuanto el marqués terminó con su tarea se apresuró a limpiar las letrinas para
no levantar sospechas. Monroe bajó poco después y se acercó a ayudarle.
—Cuando volvamos a Londres contaré a todo el mundo
que el marqués de Huntington ha pasado tres meses limpiando las letrinas de
unos piratas —bromeó su amigo.
—Si esto sale de este barco te juro que te cortaré
la lengua.
—No hará falta. Tu olor te delatará.
—Tienes razón, creo que el olor a alcantarilla se
ha adherido a mi piel de por vida.
—Dudo mucho que lady Levenson quiera casarse
contigo oliendo a orín —dijo Monroe con una carcajada.
—Créeme, antes de ir a verla pienso darme un buen
baño… o puede que tres.
—La echas de menos, ¿no es cierto?
—Cada segundo del día. Íbamos a casarnos cuando
volviese de mi viaje, pero hace demasiado tiempo que la temporada terminó y
seguramente su hermano ya la habrá casado con otro.
—No pienses eso, seguro que ella te estará
esperando.
—Hace mucho tiempo que desaparecí, Monroe.
Probablemente ya hayan encontrado los restos del Mary y me hayan dado
por muerto.
—Pero no estás muerto, y cuando vuelvas tu familia
te recibirá con alegría. Tienes suerte, yo no tengo a nadie que me reciba.
—Aún estás a tiempo de formarla.
—Y lo haré si logramos salir de esta. En cuanto
llegue a Londres compraré una casa en el campo con el dinero que tengo ahorrado
y me dedicaré a criar cerdos y cultivar verduras. Se han acabado para mí los
días en el mar.
—Has sido un amigo fiel, Monroe, cuando volvamos a
Londres te compensaré bien por todo lo que has hecho por mí.
—Ha sido un placer. ¿Y tú qué piensas hacer a tu
regreso?
—Si Eleanor sigue soltera me casaré con ella de
inmediato, nos mudaremos a mi casa en el campo y nos dedicaremos a hacer bebés.
—Es muy buen plan, Tony. Ojalá puedas llevarlo a
cabo.
Horas más tarde, Anthony permanecía tumbado en el
catre de su celda esperando pacientemente que llegase la hora de la cena. Había
conseguido descansar un par de horas, y ahora que se acercaba la hora de su
huida su sangre bullía con fuerza en sus venas. Podía escuchar con tal nitidez
el latido de su corazón que temía que en cualquier momento terminase
escapándose por su boca. Estaba en relativa buena forma física gracias a que el
cocinero había cambiado la bazofia de los primeros días por algo de carne seca
con judías, así que tenía la esperanza de lograr llegar a tierra firme a nado
si se presentaba la oportunidad de hacerlo.
En ese momento el capitán entró en su celda,
sorprendiéndole. Como cada vez que Williams se presentaba ante ellos, Anthony
se levantó y se colocó con las piernas abiertas y las manos cogidas en la
espalda, mirando al suelo.
—En un par de semanas estaremos cerca de la costa
de Inglaterra, Huntington —dijo el capitán acariciándose la espesa barba—.
Mañana escribirás una nota a tu hermano solicitando tu rescate y serás libre de
marcharte.
—No me venga con esas, Williams. Ambos sabemos que
me hará pasear por la plancha.
—Tienes razón, te mataré, aunque me conformo con
darte un tiro entre los ojos. Pero tu hermano no lo sabe, ¿verdad?
—¿Y por qué demonios no me ha matado ya? No le hago
falta de todas formas.
—Has sido un buen sirviente durante todo este tiempo.
Mis hombres están muy agradecidos porque les haya librado del trabajo duro.
Además, si la carta está escrita de tu puño y letra tu hermano sabrá que estás
a salvo y pagará sin rechistar la cantidad que le pida.
Anthony se tragó la maldición que se le había
atascado en la garganta. Si contrariaba de cualquier forma al capitán no
tendría la oportunidad de escapar esa noche, así que permaneció en silencio.
—Veo que estás aprendiendo a obedecer, muchacho. O
quizás estás demasiado cansado para responderme. Ve a la cocina y ayuda al
cocinero a pelar patatas para la cena.
Dicho esto, el capitán salió de la celda y Anthony
se dejó caer en la cama con la ira bullendo en sus venas.
—¡Maldito hijo de puta! —siseó.
En cuanto entró en la cocina, el cocinero le lanzó
un cuchillo y señaló una montaña de patatas que tenía esparcidas sobre la mesa.
—Vamos, muchacho, no tenemos todo el día —ordenó.
Anthony se quedó mirando el cuchillo que sujetaba
en las manos. Aunque no era gran cosa, sería de mucha más utilidad que el
cuchillo sin filo que les daban para cortar la carne, así que peló patatas
hasta que le dolieron los dedos sin apartar la vista del cocinero. En cuanto el
hombre se dio la vuelta para remover el guiso de la olla, estiró la mano y
agarró el cuchillo que él estaba utilizando para esconderlo en el puño de su
camisa. Cuando el cocinero volvió a su tarea disimuló sin apartar la vista de
la patata que estaba pelando.
—¿Has visto mi cuchillo, Huntington? —preguntó
mirando a su alrededor.
—No lo sé, señor. Se lo habrá llevado al fregadero.
—Lo he dejado justo aquí, muchacho. ¿Estás seguro
de que no lo has visto?
—Completamente, señor. No he parado de pelar
patatas en ningún momento.
—Levanta —ordenó.
Anthony obedeció, y abrió los brazos en cruz para
permitir el cacheo del cocinero, que no se acercó al cuchillo escondido ni un
centímetro. Cuando terminó su escrutinio le hizo señas para que siguiera
pelando patatas y cogió un nuevo cuchillo del cajón para seguir con su trabajo.
De vuelta a su celda, Anthony se apresuró a guardar el cuchillo bajo el colchón
de su cama y se sentó a la espera de la llegada de la cena. Los nervios le
atenazaban el estómago, y fue incapaz de pegar ojo. Cuando el contramaestre
llegó a traerles la bandeja, abrió las celdas como hacía cada vez que era su
turno de vigilarles. Monroe y él se sentaron junto a él en la mesa y cenaron
mientras el hombre bebía ron. Comieron con tranquilidad, saboreando cada
bocado, sabiendo que iba a ser la última comida mediocre que tomarían en sus
vidas. Anthony echaba de menos el sabor del venado asado, del pichón y la tarta
de melocotones maduros que preparaba Eleanor. Cuando terminaron de cenar, su
captor se llevó las bandejas y les sirvió un vaso de ron mientras jugaban a las
cartas.
—Esta noche estáis muy callados, muchachos —dijo de
repente.
—Hemos trabajado muy duro y estamos cansados —se
disculpó Monroe.
—¿Me vais a dejar a medias con la partida? —protestó
Neeson.
—Estamos cansados, no muertos —contestó Anthony—.
Te pienso desplumar esta noche.
—¡Así se habla, Huntington! —rió el contramaestre—
Demuéstrame de qué estás hecho, muchacho.
Cada partida ganada significaba una copa de ron
ganada, y Anthony y Monroe se dedicaron a perderlas todas, consiguiendo que
copa tras copa cayese por la garganta de su guardián. Pronto los ojos del
contramaestre se cerraron y su cabeza cayó hacia atrás, y ambos aprovecharon la
oportunidad de entrar en sus celdas y cerrar las puertas simulando estar
encerrados.
—Buenas noches, Neeson —dijo Anthony
conscientemente para sacarle de su duermevela.
—¡Eh! ¿Cómo habéis ido a parar ahí dentro?
¡Estábamos jugando a las cartas!
—Neeson, tú nos encerraste —añadió Monroe con una
carcajada— ¿Tan borracho estás que no te acuerdas?
—¡Claro que no, imbécil! Lo recuerdo perfectamente.
La lengua del marinero se trabó un par de veces
dejando ver su estado máximo de embriaguez, y antes de lo que imaginaron su
cabeza cayó sobre la mesa y un profundo ronquido escapó de su garganta. Anthony
cogió el cuchillo de su escondite y salió de su celda sin hacer ruido. Monroe
ya estaba fuera de la suya, cogiendo el puñal que el pirata había dejado encima
de la mesa. Anthony se acercó a Neeson con la idea de quitarle la pistola que
llevaba sujeta al cinturón, pero no vio una botella que había tirada en el
suelo y le dio una patada, despertándole.
—¡Sabía que no os había encerrado! —farfulló
Neeson.
Anthony salió a correr escaleras arriba detrás de
Monroe, maldiciéndose a sí mismo por haber sido tan estúpido. Monroe ya estaba
sobre el bote cuando él saltó dentro y empezó a cortar las cuerdas del otro
extremo de la barca.
—¡¡Los prisioneros escapan!! —gritó Neeson dando la
voz de alarma.
El revuelo que se montó en un momento hizo maldecir
a Anthony, que se empeñaba en cortar la cuerda con el cuchillo de cocina.
—¡Maldita sea! ¡Vamos, rómpete! —gritaba.
—Ve al otro lado, que casi está —dijo Monroe
apartándole y cortando la cuerda con el puñal.
Pronto las cuerdas empezaron a ceder, y la barca
cayó al mar con un golpe seco. Las balas empezaron a silbar a su alrededor, y
los hombres remaron con todas sus fuerzas en un intento de alejarse lo antes
posible del barco. Cuando parecía que habían logrado apartarse de la línea de
fuego, una bala atravesó el corazón de Monroe, que cayó sin vida hacia adelante
por la fuerza del impacto.
—¡¡Noooo!! ¡¡Monroe noooo!!
Anthony cerró los ojos de su compañero y le tumbó
en el fondo de la barca con la idea de levarle a tierra firme. Su amigo se
merecía tener un entierro decente en un cementerio, no terminar hundido en alta
mar, y él se ocuparía de ello. Comenzó a remar con ímpetu hacia donde suponía
que estaría la costa, pero las balas de las pistolas fueron sustituidas por
balas de cañón, y una de ellas colisionó con la parte de atrás de la barca,
haciéndola volar en mil pedazos. Anthony salió despedido de la embarcación y en
la caída se golpeó la cabeza con unas rocas. Un dolor agudo atravesó su mejilla
como un rayo, sintió cómo su carne se abría en canal y gritó al hundirse bajo
el agua helada. Vio cómo el cuerpo sin vida de su amigo se hundía poco a poco
en la negrura e intentó rescatarlo sin éxito. Intentó volver a salir a flote,
pero la corriente le arrastró sin remedio hasta el fondo. Movió los brazos con
fuerza para intentar escapar, pero la corriente era demasiado fuerte para
luchar contra ella y sus pulmones se estaban quedando sin aire. De pronto todo
empezó a volverse negro… y su último pensamiento fue que iba a morir sin haber
cumplido su promesa.
֎֎֎֎֎
Stefan llevaba tres meses viviendo un tormento ante la desaparición de
su hermano pequeño. Tres meses de incertidumbre que iban a acabar con su
cordura. Había peinado Inglaterra de cabo a rabo sin encontrar ni una sola
pista que le llevase hasta el paradero de su hermano, y había tenido que
interrumpir la búsqueda porque su hijo había caído enfermo y había permanecido
a su lado hasta que su salud mejoró. Esa mañana se encontraba en su despacho
respondiendo algunas cartas antes de retomar su búsqueda, pero cuando su
mayordomo, Christopher, hizo pasar a la reina, su corazón se detuvo por
completo. Negó con la cabeza, pero el rostro de su amiga era un libro abierto
que no dejaba lugar a dudas. Sus ojos hinchados le dijeron que era portadora de
muy malas noticias. Victoria se dejó caer en el sillón de cuero apretando
fuertemente el pañuelo de seda que traía en las manos, y miró a su amigo con
una mezcla de desolación y rabia similar a la que él mismo estaba sintiendo en
ese momento.
—Mis hombres acaban de volver —dijo Victoria con voz queda.
—No me interesa lo que tengan que decir, Vicky. Sé que mi hermano está
vivo. En cuanto termine de contestar estas cartas saldré de nuevo a buscarle.
—Stefan… esta mañana han apresado a los culpables del hundimiento del Mary
y han confesado. Apresaron a Anthony con la intención de pedir un rescate, pero
tu hermano huyó en una barca y chocó contra las rocas.
—En ese caso, mañana mismo comenzaré de nuevo la búsqueda. Si ha
naufragado no debe haber llegado demasiado lejos.
—Estaban muy lejos de la costa, Stefan. Tu hermano se ahogó en el mar —dijo
por fin.
El duque cerró los ojos con fuerza ante las palabras que todos se
negaban a pronunciar desde la noche de final de año. Una lágrima solitaria rodó
por su mejilla y la apartó con fuerza antes de levantarse de su silla y
colocarse frente a la ventana.
—Anthony no está muerto —dijo con los puños y los dientes apretados—.
¡Si fuera así yo lo sabría, maldita sea!
—¿Y qué pretendes hacer, Stefan? ¿Seguir buscándole hasta la saciedad?
¿Dejar a tu familia y tus obligaciones de lado para salir a la caza de un
fantasma?
—¡Es mi hermano!
—¡Y está muerto! —exclamó la reina, haciendo después una pausa para que
su amigo asimilara sus palabras— Se ahogó cuando su barca estalló en mil
pedazos, asúmelo de una vez. No puedes seguir torturándote con ello, Stefan,
tienes que seguir adelante.
—No puedo, Vicky —sollozó—. ¡No puedo! ¿Cómo voy a aceptar que ya no
esté? ¿Cómo voy a soportarlo?
—Lo siento, querido —susurró la reina abrazándole, también con los ojos
anegados en lágrimas—. Lo siento muchísimo.
—¿Qué voy a hacer ahora? —lloró el duque dejándose caer al suelo— ¿Cómo
voy a decírselo a mi madre y mi hermana?
—Yo me ocuparé de eso. Tú tienes que preparar un funeral.
—¿Dónde está su cuerpo? ¿Lo han encontrado?
La reina negó, bajando la mirada a modo de disculpa.
—¡Quiero sus cabezas! —rugió Stefan—. ¡Voy a matarles con mis propias
manos!
Stefan se levantó con la intención de salir de la habitación, pero
Victoria se lo impidió.
—No vas a ensuciarte las manos, Stefan, eres el duque de Devonshire y
tienes que mantenerte impasible.
—¡Al diablo el título! ¡Era mi hermano!
—Lo sé, y te juro que les haré pagar por sus pecados. Serán ahorcados
al amanecer.
—Quiero estar presente, Vicky.
—Ni hablar, tú tienes que estar con tu familia.
—Mi familia tendrá tantas ganas de verles morir como yo, te lo aseguro.
—No creo que sea buena idea, Stefan.
—Necesito verles morir —susurró el duque con desolación.
El atisbo de locura que vio Victoria en sus ojos la asustó un poco,
pero asintió y Stefan se dejó caer sobre la falda de su soberana llorando con
desconsuelo, sin fuerzas para moverse. La reina permaneció de rodillas en la
alfombra acariciando la cabeza de su amigo, llorando con él la pérdida de
Anthony. Ivette había escuchado toda la conversación desde la puerta, pero no
quería llorar delante de su esposo y permaneció en segundo plano, llorando en
silencio, hasta que los sollozos de su marido se calmaron. Cuando entró en la
habitación Stefan permanecía hipnotizado mirando por la ventana, y le abrazó con
fuerza para darle los ánimos que sabía que necesitaba para superar la dura
prueba que Dios había puesto en su camino.
—Está muerto, Ivy —sollozó el duque abrazando a su esposa con fuerza—.
Anthony ha muerto.
Eleanor paseaba esa misma tarde por el jardín de la
casa que su hermano poseía en la ciudad, acariciando distraídamente los pétalos
de las últimas orquídeas de su cuñada. Había llegado a Londres desde Bath esa
misma mañana deseando que por fin el marqués de Huntington diese señales de
vida, pero la bandeja del correo estaba tan vacía como cuando se marchó con su
madre a su retiro. Llevaba meses esperando pacientemente la llegada de Anthony
a Londres, lo que significaría su compromiso con él, pero ese día parecía no
llegar nunca. El marqué le prometió volver antes de que terminase la temporada
pasada, pero el año había tocado a su fin meses atrás y no había tenido
noticias de él, ni siquiera una mísera carta. Por suerte para ella, su hermano
no había hecho alusión alguna al compromiso, así que aún tenía esperanzas de
poder casarse con su amado.
Francis la había mandado llamar días atrás para su
vuelta a Londres, pues la temporada estaba a punto de empezar. Era su última
temporada, la última oportunidad que tenía de encontrar un esposo, y tenía
miedo de que su hermano llevase a cabo la promesa que le hizo el año anterior.
Francis la animaría a buscar un pretendiente adecuado para ella, pero si no
elegía a alguien por sí misma él se ocuparía de verla casada antes de que la
temporada terminase, aunque ella no podía dejar de pensar en Huntington y en
los maravillosos días que había pasado con él. ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde
habían quedado las promesas de amor susurradas y los besos robados al amparo de
la oscuridad? ¿Acaso Anthony los había olvidado por completo? Volvió a
imaginarle felizmente casado con una americana y su corazón se saltó un latido.
Quizás había cambiado de idea, quizás había conocido a una señorita más bella
que ella y se había olvidado de la promesa que le había hecho…
Apartó esa macabra idea de su mente y se dio la
vuelta al escuchar unos pasos resonar por el camino de piedra, sorprendiéndose
al descubrir a la reina acercándose a ella con paso cansado. ¿Qué haría allí
Victoria? Su hermano estaba en el palacio de Buckingham ocupándose de unos
asuntos reales…
En cuanto su soberana estuvo a su altura, la joven
hizo una reverencia, pero la reina la levantó y la llevó de la mano hasta un
banco cercano.
—Qué agradable sorpresa verla por aquí, majestad —dijo
Eleanor ofreciéndole asiento en el banco de piedra—. Pero tengo entendido que
mi hermano está en palacio ocupándose de unos asuntos…
—No es a Fran a quien vengo a ver, querida, sino a
ti.
Un sudor frío recorrió su espalda ante las palabras
y el gesto de la reina ¿Acaso le había ocurrido algo a su madre?
—¿Mi madre está bien? —preguntó.
—Sí, tesoro. Volverá mañana a primera hora de Bath,
como tenía previsto.
—¿Entonces qué ocurre, majestad? Me está
preocupando.
—Me temo que soy portadora de malas noticias,
pequeña. El Mary fue atacado por unos corsarios americanos y terminó en
el fondo del mar.
El corazón de la joven se detuvo de inmediato.
—¿Dónde está Anthony? —preguntó llevándose una mano
al corazón— ¿Qué le ha pasado?
—He ordenado peinar la costa de Londres, Ely.
Llevamos meses buscándole, pero me temo que no hay ni rastro de él.
—¿Meses? —preguntó sin comprender.
—Anthony se ahogó, tesoro. Lo siento mucho.
—¡No! —sollozó la joven— ¡No!
Eleanor empezó a verlo todo borroso. ¿Anthony, su
amor, había muerto? ¿Llevaba meses desaparecido y nadie se había dignado a
contarle nada? Ahora entendía que su hermano no hubiese intentado buscarle
esposo, estaba demasiado ocupado buscando a Anthony como para preocuparse por
una nimiedad como esa. De repente comprendió las palabras de Victoria con total
nitidez. Anthony Cavendish estaba muerto, por eso no había vuelto a ella. Lo
había maldecido infinidad de veces, había llorado desconsolada por su traición…
y la única que había traicionado su memoria había sido ella. El mundo a su
alrededor se desvaneció, y la reina la sostuvo a tiempo de impedirle caer sobre
la gravilla. Pasó su frasco de sales bajo la nariz de la muchacha, y cuando
esta se recuperó la acunó en sus brazos para que pudiese llorar su pérdida.
Bien sabía Dios que su madre no poseía instinto maternal alguno, y de no ser
por su cuñada Eleanor se encontraría desamparada en esos momentos tan
delicados.
Francis esperó pacientemente a que la reina hablase
con su hermana y se tragó el nudo que sentía en la garganta al escuchar los
sollozos desolados de Eleanor antes de acercarse hasta las mujeres. Cuando la
triste mirada de su hermana se posó sobre él, abrió los brazos de par en par
para acunarla y calmar el dolor desgarrador que estaba sintiendo.
—Lo siento, mi niña —susurró el duque en su cabello—.
Lo siento muchísimo.
—¡Me lo prometió! —sollozó— ¡Me prometió que
volvería!
—Lo sé, cariño… Lo sé.
—¿Por qué tuvo que irse? ¿Por qué no pudo esperar a
que nos casáramos?
Francis quedó impactado ante la confesión de su
hermana. ¿Tony pensaba pedir su mano? ¿Y por qué no lo hizo antes de irse? ¿Por
qué no había confiado en él lo suficiente como para confesarlo?
—Quería dejarlo todo arreglado para ti, pequeña —dijo
la reina acariciándole el cabello y leyendo los pensamientos de su hermano—. Te
prometo que se hará justicia.
Media hora antes de que el amanecer despuntara en el cielo al día
siguiente, cinco hombres encapuchados desfilaron ante la multitud que se
amontonaba frente al palacio de Buckingham esperando un ahorcamiento. Los
abucheos y los agravios no cesaron en su paseo desde la cárcel de New Gate
hasta su destino, pues los asistentes conocían los cargos de los que se les
acusaban. La reina Victoria los recibió al pie de la escalinata principal del
palacio, ataviada con un vestido de crespón negro, con el rostro cubierto con
un velo, mostrándole a su pueblo su dolor por la pérdida. El príncipe Alberto
estaba junto a ella, sosteniendo su mano con fuerza, y tras ellos, los
familiares del marqués de Huntington miraban sin piedad a los culpables de su
muerte, que eran abucheados en su ascenso hasta la plataforma donde cinco
gruesas sogas colgaban esperando sus cabezas. El duque de Devonshire les miraba
sin pestañear, con el odio fruto de la pérdida grabado en su retina. A su lado,
su hermana Sarah lloraba desconsolada abrazada a su madre, cuya desolación le
impedía permanecer de pie por sí sola. Eleanor ni siquiera fue capaz de mirar a
los asesinos de su amado. Ya no le quedaban lágrimas que derramar por Anthony,
su pena era tan grande que se mantenía de pie gracias al abrazo de su hermano,
que la sostenía con fuerza pegada a su pecho.
Uno a uno los cinco altos cargos del navío que había atacado al Mary
subieron a la horca, cada uno de los ellos sintió abrazarse a su cuello el
tacto de la gruesa soga que sellaría para siempre su destino... El resto de la
tripulación encontraría la muerte más tarde, fusilada en los patios de New
Gate, pero Victoria quería dar ejemplo con sus superiores. El verdugo ajustó
los nudos para que ninguno de ellos tuviese la oportunidad de seguir respirando
cuando se abriesen las trampillas y miró a la reina, que miró a su vez a la
familia del marqués de Huntington antes de dirigirse hacia su pueblo.
—Esta mañana se hará justicia en esta plaza. Estos desgraciados se han
atrevido a atacar uno de los barcos de Inglaterra, acabando así con la vida de
uno de mis nobles más queridos.
La multitud se enardeció, pero solo bastó una señal de Victoria para
que se instaurara el silencio más absoluto.
—Condeno a John Williams, capitán del Quimera, Oliver Thomas, su
teniente, Noah James, condestable, Michael Neeson, contramaestre, y Tom Murphy,
oficial, a morir en la horca por piratería con violencia, por el asesinato del
marqués de Huntington y por alta traición a la corona de Inglaterra.
Los vítores de los presentes hicieron que a Eleanor se le revolviera el
estómago. La gente disfrutaba de un linchamiento público tanto que no importaba
si los damnificados sufrían por los actos de los criminales, y de buena gana se
habría marchado de allí si las piernas le hubiesen respondido. Stefan apretaba
la mandíbula con fuerza para no ceder el impulso de acercarse a ellos y hundir
su estoque en sus míseras gargantas, e Ivette apretó su puño cerrado entre sus
manos para calmar la furia que bullía en su interior.
A la señal de la reina, el verdugo accionó la palanca que habría las
compuertas bajo los pies de los asesinos del marqués. Eleanor apartó la mirada
para no ver cómo se sacudían sus cuerpos y sus vidas perdían poco a poco la
luz. Stefan no apartó la mirada en ningún momento. No disfrutó de ello, pero
observó cómo intentaban deshacerse de la cuerda, cómo sus pieles tomaban un
tono azulado debido a la falta de aire, cómo sus cuerpos terminaban quedando
suspendidos en el aire, sin vida. Su venganza había sido llevada a cabo y
podría celebrar el funeral de su hermano en paz. Ahora los culpables estaban
pagando sus pecados quemándose en el fuego del Infierno.
Tras la ejecución, familiares y amigos del marqués se reunieron en la
casa de su hermano a llorar la pérdida de Anthony. Sin cuerpo al que enterrar,
se limitaron a celebrar un simple funeral con los amigos más allegados, con una
misa en su honor. Stefan permaneció en un rincón de la sala durante toda la
ceremonia, sin apartar su mirada de la ventana, deseando con todas sus fuerzas
que su hermano apareciese por el camino de entrada con su sonrisa de siempre.
—Creo que necesitas una copa, Stefan —dijo Andrew palmeándole la
espalda.
Stefan se volvió saliendo de su ensimismamiento, y vio a su cuñado
tenderle una copa de whisky.
—Gracias —contestó aceptando el trago.
—¿Qué haces aquí? Deberías estar atendiendo a los invitados con tu
esposa.
—Entenderán mi ausencia, Drew. Acabo de perder a mi hermano.
—Lo sé, amigo, todos le hemos perdido.
—Aún creo que voy a verle en cualquier momento aparecer por la puerta —susurró
volviendo la mirada hacia el camino de entrada—. No sé cómo voy a poder
superarlo.
—Lo harás —dijo Francis acercándose a ellos—. Sé que es muy duro, pero
lo conseguirás.
—¿Cómo está Ely? —preguntó Andrew cambiando deliberadamente de tema.
—Está destrozada. No sé cómo voy a lograr que se recupere de esto. Se
pasa el día llorando y no sé cómo ayudarla.
—No creo que ninguno de nosotros consigamos superarlo del todo —susurró
Stefan.
—Lo sé, pero ella es demasiado joven y ha perdido al hombre al que ama.
—Ahora necesita ser fuerte y descansar —comentó Andrew—. Su juventud es
una ventaja para ella, logrará rehacer su vida.
—Lo sé, y estoy pensando enviarla a Bath con mi madre un par de semanas
más para apartarla de todo.
—Esa no es la solución, tu madre no es la persona más indicada para
ayudarla —protestó Andrew—. En vez de animarla la hundiría mucho más en su
pena.
—Lo sé, pero Beth no está en condiciones de hacerlo. Su embarazo es complicado
y todo esto solo empeora las cosas. Si pierde de nuevo al bebé también la
perderé a ella y no pienso consentirlo.
—Tal vez Ivette pueda ocuparse de ella —propuso Stefan.
Sus amigos se miraron antes de que Francis contestara.
—Creo que tu esposa ya tiene bastante con ocuparse de ti, Stefan.
—Mi mujer no tiene que ocuparse de mí, Fran. Soy un hombre y estaré
bien. ¿Cómo está mi hermana? —preguntó a su cuñado— No la he visto desde que
hemos llegado.
—Está con tu madre, sentada en el sillón del fondo —contestó Andrew
señalándolas—. Lo intenta llevar bien por los niños. No quiere que vean a su
madre llorar, pero cuando estamos a solas me destroza verla tan desolada.
—Sarah es una mujer muy fuerte —dijo Stefan—. Lo superará.
—Ayer me enteré de que Anthony pensaba pedirme la mano de Eleanor —confesó
Francis.
—Lo sé, Victoria me lo confesó tras su marcha —dijo Stefan.
—Me sorprende que no lo supieras, Fran —dijo Andrew—. Estaba claro que
sentía algo por tu hermana.
—¿Y por qué no me dijo nada? Yo nunca me habría opuesto a su matrimonio,
era uno de mis mejores amigos.
—A mí tampoco me contó nada y soy su hermano —dijo Stefan.
—Nadie sabía nada acerca de sus planes —añadió Andrew—. Sarah tampoco
sabía nada, y eso que estaban muy unidos.
—Quizás quería dejar las cosas solucionadas antes de hacerlo oficial —dijo
Fran.
—En cualquier caso ya no importa, ¿verdad? —susurró Stefan— Le hemos
perdido y ya nada nos lo devolverá.
Fran apretó el hombro de su amigo con cariño. No sabía qué hacer ni qué
decir para que se sintiese mejor, sobre todo porque él mismo estaba destrozado
por dentro. Conocía a Anthony desde que nació y se había acostumbrado a
llevarlo siempre corriendo detrás de sus pasos y los de su hermano mayor.
Cuando crecieron, Anthony se convirtió en uno más, y ahora que no estaba no
sabía cómo iban a lograr superar su pérdida.
Se alejó de sus amigos para ir a buscar a su hermana, a quien no veía
desde hacía rato. La encontró sentada en el sofá de la biblioteca, con la
mirada perdida en la chimenea. La taza de té que tenía entre las manos corría
el riesgo de terminar hecha añicos en la alfombra, así que se acercó lentamente
y se la quitó, pero Ely ni siquiera pestañeó.
—¿Qué haces aquí sola? —preguntó— Llevo un buen rato buscándote.
—Necesitaba estar sola
Su hermana le miró sin verle, y volvió a perder su mirada en la
chimenea.
—Aún no puedo respirar, Fran —sollozó.
—Tranquila, te llevaré a tomar un poco de aire fresco, te sentirás
mejor.
—¿Podemos irnos a casa, por favor?
—¿Estás segura de que quieres irte?
Ely asintió, y su hermano fue a despedirse de sus anfitriones y a buscar
su capa y sus guantes. Sarah se acercó a ella en ese momento portando en sus
manos una pequeña caja de terciopelo azul que dejó en su regazo.
—¿Qué es esto? —preguntó Ely sin comprender.
—Es para ti.
Eleanor abrió la caja con manos temblorosas para descubrir un anillo de
oro y diamantes con tres zafiros engarzados.
—Lo eligió antes de marcharse —dijo la marquesa—. Es tu anillo de
compromiso, lo encontré entre sus cosas esta mañana.
—No puedo aceptarlo, Sarah. Yo…
—Él querría que te lo quedaras, tesoro —susurró con lágrimas en los
ojos.
Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas sin control. Apretó el
anillo con fuerza contra su pecho, y Sarah la abrazó con cariño.
—Gracias —sollozó Eleanor.
—Anthony te amaba, pequeña. Te amaba muchísimo.
—¿Y cómo voy a seguir viviendo sin él, Sarah?
—Debes ser fuerte, tesoro. Aún eres muy joven y tienes toda la vida por
delante.
—Yo no tengo vida si Anthony no está en ella —sollozó.
—No digas eso, Ely —dijo Mary acercándose a ellas—. Encontrarás a
alguien a quien amar cuando se calme el dolor de la pérdida.
—Él era el amor de mi vida, Mary. Nunca volveré a amar a nadie.
—Créeme, lo harás con el tiempo. El padre de Anthony fue el amor de mi
vida, y cuando murió creí que no encontraría a nadie más, pero apareció James
en mi vida y todo cambió.
—Pero tú eres una mujer fuerte. Yo no lo soy.
—Tú también lo eres, Ely, pero acabas de perderle y el dolor es
insoportable. Algún día dejará de doler tanto, te lo prometo —contestó la
duquesa besándola en la frente.
Francis llevó a Eleanor a casa, donde Beth la esperaba aún despierta.
En cuanto la vio llegar, la acunó entre sus brazos para llevarla a su
habitación, la ayudó a ponerse un camisón y cepilló su cabello mientras su
cuñada lograba serenarse. Cuando el llanto cesó, lavó su cara con una toalla
humedecida y la metió en la cama.
—Llámame si me necesitas, Ely —dijo.
—Debería ser yo quien cuidase de ti.
—Lo harás cuando te encuentres mejor.
—¿Cómo está el pequeño?
—Esta noche está tranquilo, creo que lograré descansar.
—Pues ve a la cama, aprovecha la calma.
—¿Me llamarás?
—Estaré bien, Beth. Ve a descansar.
—Prométemelo, por favor.
—Te lo prometo.
—Buenas noches, Ely.
—Buenas noches.
Cuando la puerta se cerró tras su cuñada, Eleanor cogió el anillo de
compromiso y lo ensartó en la cadena de oro que siempre llevaba al cuello, junto
al guardapelo que Anthony le regaló con su retrato días antes de marcharse. Cerró
los ojos para rememorar los últimos momentos que pasaron a solas antes de que
él se marchara, y las lágrimas cayeron por sus mejillas al recordar el sabor de
los besos de Anthony, el confort de su abrazo, la calidez de su sonrisa.
—Es mi fiesta de despedida y tú
permaneces demasiado callada —protestó Anthony el día anterior a su marcha.
—No quiero que te vayas —susurró ella
con voz lastimera.
—Debo hacerlo, mi amor. Tengo que
dejar todo resuelto antes de volver a casa para casarme contigo.
—Mi hermano le ha dicho a mi madre que
si no elijo pretendiente cuando termine la temporada, él elegirá a mi esposo.
—Eso lo dice para que tomes una
decisión, Ely, no le hagas caso.
—Esta vez lo ha dicho en serio, Tony.
Yo no estaba presente.
—¿Y entonces cómo te has enterado?
—Porque estaba escuchando desde el
pasillo.
Anthony sonrió con ternura y la abrazó
antes de rozar sus labios con los de él.
—Mírame —dijo el marqués levantando su
rostro con los dedos—. Volveré antes del último baile de la temporada y pediré
tu mano a tiempo, te lo prometo.
—¿Y si no es así? El viaje es
demasiado largo y puede haber problemas…
—¿Confías en mí?
—Por supuesto que sí.
—Entonces deja de preocuparte.
—¿Me echarás de menos? —susurró la
joven.
—No imaginas cuánto.
—Dame tu chaqueta.
Anthony obedeció sin entender nada, y
sonrió cuando Eleanor sacó de su ridículo un juego de costura y una foto de
ella misma.
—¿Recuerdas este día? —dijo la
muchacha acariciando la fotografía.
—¿Cómo no hacerlo? Fue el día que te
besé por primera vez.
—Voy a coser esta foto bajo el forro
de tu chaqueta, para que siempre me lleves junto a tu corazón. Así nunca te
olvidarás de mí.
—No te olvidaría ni aunque me golpease
la cabeza con una roca, Ely. Te quiero demasiado.
—Ojalá termine pronto este viaje para
volver a estar entre tus brazos.
—Contaré los días para volver a ti, mi
amor. Y ahora volvamos dentro, no podemos poner en peligro tu reputación.
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