jueves, 14 de febrero de 2019

Sueños de una dama

Datos del libro


Fecha de publicación: 27 de enero de 2019
Nº páginas: 389
Editor: Independiente
Idioma: Español
ISBN-10: 1796275999
ISBN-13: 978-1796275995
Precio: 3'50€ digital/15'81€ papel




Sinopsis




Lady Anne Townsend decidió dedicar su vida a obras de caridad ahora que se había convertido en una solterona. Su tarea en Bedlam, el hospital siquiátrico de Londres, la hacía sentirse viva de nuevo, sobre todo cuando conoció a un marqués de mirada atormentada que, aun sin pronunciar palabra, le pedía a gritos que le rescatara. 

Kenneth Dankworth, tercer marqués de Lansdowne, llevaba casi dos años encerrado en Bedlam. Perdió a su esposa y a su heredero en el parto y enloqueció roto por la pena y el dolor. No había pronunciado palabra en el tiempo que llevaba encerrado, pero una mañana una dama de tierna sonrisa y dulce mirada llamó toda su atención.



Primeros capítulos


PRÓLOGO




Londres, 3 octubre de 1853 





     Kenneth Dankworth, tercer marqués de Lansdowne, se paseaba de un lado a otro del inmenso estudio de Lansdowne Hall, su casa de campo y hogar familiar desde que a su abuelo le concedieran el título. En el piso de arriba podían oírse los gritos de Evelyn, su esposa, que en ese momento estaba dando a luz a su primogénito… o primogénita, cosa que a él poco importaba aunque aparentase lo contrario ante la sociedad londinense. Su amigo Charles, conde de Warwick, estaba sentado en un sillón de orejas junto al fuego bebiendo whisky mientras le observaba pacientemente pasear.
     —Algo no va bien —susurró el marqués de repente—. Esos gritos no pueden ser normales, Charles.
     —Todas las mujeres gritan al dar a luz, Kenneth, deja de preocuparte.
     —¿Y tengo que fiarme de tu experiencia paternal?
     —No tengo hijos, cierto, pero te recuerdo que tengo cuatro hermanas casadas y con descendencia.
     —Si algo le pasara a Evelyn…
     —¿Ahora resulta que eres una gitana de feria que predice el futuro? ¡Siéntate, hombre, que vas a terminar mareándome con tanto paseo!
     El marqués, lejos de obedecer a su amigo, se acercó a la ventana y apartó los pesados cortinajes de damasco. El día era gris, como el presentimiento que permanecía en la boca de su estómago. El cielo empezó a tronar y el agua cayó entonces como si Dios también temiese que algo saliera mal. Un escalofrío recorrió su espalda y se apartó de inmediato de la ventana. Se acercó a la chimenea para coger de nuevo su copa de la repisa y dar un buen trago a su whisky escocés. Fijó la vista en el fuego y recordó la sonrisa de Evelyn, sus rasgos suaves y dulces y lo mucho que la amaba. Necesitaba estar en la habitación con ella, pero su prima Edwina se había ofendido por lo escandaloso de su decisión y le había sacado de allí a rastras. Quería decirle cuánto la amaba y brindarle todo su apoyo en un momento tan difícil para ella. Con suerte pronto todo habría terminado y podría reunirse con su esposa y su hijo recién nacido.
     Pero los gritos de Evelyn no cesaban y empezaban a ponerle realmente nervioso. Habían pasado más de cinco horas y la espera le estaba matando, y aunque hubiese intentado animarle Charles también empezaba a estar preocupado. Podía verlo en su semblante cuando creía que no le miraba. Apuró su copa y se dirigió con paso decidido a la puerta para irrumpir en la habitación de su esposa y ver cómo estaba yendo todo, pero el ama de llaves entró en ese momento en el estudio con el rostro marcado por la pena y el dolor.
     —¿Qué ocurre? —preguntó Kenneth— ¿Mi esposa se encuentra bien?
     —Milord, por favor, acompáñeme —dijo la mujer tendiéndole la mano.
     —¿El bebé está bien, Martha?
     —Yo… Lo siento mucho, milord, pero el parto ha sido complicado, y...
     El dolor por la pérdida de su hijo casi le parte en dos, pero Kenneth tenía que ser fuerte por su esposa, porque para ella el golpe sería infinitamente más duro y doloroso.
     —Tengo que estar con mi esposa.
     Kenneth echó a andar, pero Martha le sostuvo del brazo y le miró negando con la cabeza. 
     —No… —susurró el marqués apartándose de ella con lágrimas en los ojos— Ella no ha muerto… ¡No ha muerto!
     —La marquesa perdió mucha sangre durante el parto, milord —explicó la mujer—. No pudimos hacer nada para salvarla. 
     Kenneth subió las escaleras a toda prisa para arrodillarse junto al cuerpo sin vida de su esposa. Parecía estar dormida, pero su dulce ángel se había ido y él no sabía cómo iba a continuar viviendo sin ella.
     —¡Maldita sea, Evelyn! —sollozó— ¡Tenías que quedarte conmigo! ¿Cómo has podido abandonarme, maldita sea? ¡Cómo has podido!
     Edwina posó una mano sobre su hombro para intentar darle las fuerzas que a él le faltaban en ese fatídico momento.
     —Lo siento mucho, Kenneth —susurró—. Hicimos cuanto pudimos para salvarla, pero había demasiada sangre y…
     —¿Dónde está mi hijo? —preguntó— ¿Dónde está el cuerpo de mi hijo?
     —La comadrona tuvo que sacar el feto muerto del cuerpo de tu esposa. No es una imagen agradable de ver y pensé que sería mejor ahorrarte el mal trago. Ya tienes bastante con la muerte de tu Evelyn.
     —Quiero verlo —susurró.
     —No creo que sea lo más acertado, Kenneth.
     —¡Exijo verlo! ¿Me oyes? —gritó poniéndose de pie— ¡Quiero ver a mi hijo!
     Edwina asintió y fue en busca de la comadrona para traer el cuerpo sin vida del pequeño heredero. Aunque estaba manchado de sangre, se podía ver su dulce carita. Kenneth cogió al pequeño, lo acunó entre sus brazos y depositó un beso en su minúscula frente antes de volver a entregárselo a su prima.
     —Llévatelo y déjame solo, Edwina.
     —Lo siento mucho, Kenneth —contestó ella compungida—. Estaré aquí al lado por si me necesitas.
     El marqués se dejó caer junto al cadáver de la que fuera el amor de su vida y permaneció abrazado a ella hasta que los hombres de la funeraria le arrancaron el cadáver de los brazos. No solo había perdido a su esposa y a su hijo… había perdido con ellos el corazón.

Dos semanas después… 


     Kenneth permanecía encerrado en su biblioteca ahogándose en la pena y el alcohol. Habían pasado dos semanas desde la muerte de Evelyn, pero todo estaba disperso en su memoria, como si fuese una pesadilla de la que no podía despertar. Fijó su mirada en el fuego de la chimenea recordando sus rasgos, su sonrisa, el tacto de su piel marfileña... y estampó el vaso contra la piedra maldiciendo a Dios por habérsela arrebatado tan pronto.
     Edwina y su esposo Robert se instalaron en la casa en cuanto pasó el entierro para ayudarle a superar su pérdida, pero de buena gana Kenneth les habría echado a patadas para ahogarse en alcohol y morir con Evelyn. Sin embargo, Robert le obligaba a acudir al club y Edwina no paraba de parlotear a su alrededor durante las comidas intentando captar su atención. Era agotador. Por suerte esa noche habían tenido que acudir a la cena de los condes de Chester, así que estaría en paz con su pena hasta bien entrada la madrugada. Se levantó como pudo de la silla y subió las escaleras con paso errático hasta la habitación de su esposa. Todo estaba tal y como ella lo había dejado, no había permitido que se llevasen sus cosas a la buhardilla.           Acarició el collar de perlas que reposaba sobre el tocador. Fue su regalo de compromiso y Evelyn lo llevaba puesto siempre que la etiqueta lo permitía. Cogió el frasco de su perfume, una suave fragancia de jazmín, y espolvoreó un poco en el aire para olerla una vez más. Después de eso se desnudó y se metió en la cama. Las sábanas no olían a ella. las últimas sábanas sobre las que su esposa había dormido habían sido quemadas, así que abrió el cajón de la mesita de noche donde guardaba el camisón y se lo llevó a la nariz para poder sentirla, para creer cuando cerrase los ojos y la viera que ella en realidad seguía a su lado, y se quedó completamente dormido. Le despertó el llanto de un niño, que llegó hasta él como un débil lamento. Se sentó de golpe en la cama agudizando el oído, pero la casa seguía en silencio.
     Dos días más tarde Kenneth seguía en el cuarto de su esposa. Se limitaba a dormir en su cama y acariciar sus pertenencias con reverencia, y comía a regañadientes porque Martha conseguía persuadirle de que lo hiciera. Cada vez que se acostaba a dormir oía el llanto del bebé, y lo había buscado por toda la casa sin éxito. Sus primos intentaron hacerle entender que todo era fruto de su imaginación, que el alcohol le hacía oír cosas que no eran ciertas, pero él estaba seguro de que ese llanto era el de su hijo.
     Ese día no estaba dormido, ni borracho, cuando lo oyó. Aún no había tenido tiempo de echar mano a la botella y estaba seguro de que provenía de la habitación de al lado. Se escuchaba nítidamente a través de la pared y se perdía al salir al pasillo, pero al entrar en el dormitorio de invitados lo encontró completamente vacío. Bajó hasta el cuarto de arreos y cuando regresó traía en las manos un enorme hacha que estampó con furia contra la pared de la biblioteca. Continuó clavando la herramienta sobre la fría pared una y otra vez, convencido de que el llanto provenía del otro lado, pero cuando dejó al descubierto el esqueleto de la casa no encontró absolutamente nada. Se dejó caer de rodillas sobre la alfombra Aubusson con el hacha a su lado, desesperado por dar con aquella criatura.
     —¡Por Dios santo, Kenneth! —exclamó su primo entrando en la habitación seguido de otro caballero— ¿Qué has hecho?
     —Tengo que encontrarlo —susurró el marqués—. No deja de llorar y debo encontrarlo.
     —¿A quién, Kenneth? ¿A quién tienes que encontrar?
     —A mi hijo. Mi hijo se ha perdido y debo encontrarlo.
     —Tu hijo está muerto, debes aceptarlo.
     —¡No lo está! ¡Yo sé que no lo está! ¡Le oigo llorar, maldita sea!
     —Deja que el doctor Appleton te examine y…
     —¡No necesito un médico! ¡Necesito encontrar a mi hijo!
     El caballero que acompañaba a Robert hizo un movimiento de cabeza y dos hombres vestidos de blanco entraron en la habitación y levantaron al marqués del suelo.
     —¿Qué hacen? —espetó el marqués— ¿A dónde me llevan?
     —Tiene que venir con nosotros —contestó el médico—. Le llevaremos a un lugar donde estará tranquilo y podrá recuperarse.
     —¡No estoy loco! ¿Me oyen? ¡No estoy loco!
     El marqués intentó zafarse de los enfermeros, pero estos eran mucho más corpulentos que él y le inmovilizaron para inyectarle un calmante.
     —¡Le he oído, Robert! —gritó—¡Te juro que le he oído!
     Robert observó con tristeza cómo se llevaban a su primo, que había contraído la locura llevado por el dolor de la pérdida. Suspiró.
     —Hemos hecho lo que teníamos que hacer, querido —dijo Edwina sentándose a su lado.
     —Lo sé… Lo sé.









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