lunes, 7 de enero de 2019

Un amor muy conveniente




Datos del libro


Fecha de publicación: 16 de abril de 2017
Nº páginas: 378
Editor: Independiente
Idioma: Español
ISBN-10: 1545365598
ISBN-13: 978-1545365595

Precio: 2'99€ digital/16'64€ papel





Sinopsis


Ivette Blessington fue entregada en matrimonio al duque de Devonshire, un hombre extraño, viejo y malhumorado. Cuando llegó a la Iglesia resignada a su destino, descubrió que quien la esperaba en el altar era un apuesto y joven caballero con el pelo rojizo y los ojos más azules que jamás había visto.

Stefan Cavendish, quinto duque de Devonshire, jamás había querido ostentar el título, pero tras la muerte de su tío no tuvo más opción que cumplir con su deber. Entre esas obligaciones también estaba la de casarse con la joven Ivette… aunque cuando tuvo en su poder un retrato de la joven supo que ella sería la mujer perfecta para él.



Su vida en común comienza de la mejor manera que podían esperar. Pero la felicidad no tardará demasiado tiempo en empañarse… porque un peligro inminente acecha entre las sombras, poniendo en peligro su matrimonio, su amor… y su vida. 





Primeros capítulos


PRÓLOGO






Londres, Noviembre de 1850



      Ivette Blessington iba a casarse. Ni siquiera había sido presentada en sociedad, acababa de salir de la escuela de señoritas de la señora Spencer, en Essex, y ya la estaban preparando para su boda con Joseph Cavendish, duque de Devonshire, un hombre extraño, viejo y malhumorado.
      Su madre no dejaba de revolotear a su alrededor, el peluquero iba a arrancarle la melena de tanto tirar con el cepillo, y ella solo quería gritar. ¿Por qué era la vida tan injusta? Su mayor deseo era asistir a su primera temporada como el resto de sus amigas. Quería bailar, ser cortejada por un sinfín de petimetres que ansiasen su fortuna, pero sobre todo quería casarse por amor. Desde que entró en la escuela de la señorita Spencer se había hecho amiga inseparable de Beth, Christine y Maggy, hijas de nobles acaudalados que querían hacer de sus hijas las perfectas damas de la corte inglesa. Ellas, sin embargo, tenían otros planes. Las travesuras de las cuatro muchachas estaban a la orden del día, era extraño que no se metieran en algún lío y terminaran castigadas en el despacho de la directora, escribiendo quinientas veces algunas de las normas de la alta sociedad. Para las profesoras eso era un castigo, sin embargo, ellas lo veían como una manera eficaz de escaparse de las clases para pasar tiempo juntas. Mientras cumplían con la tarea, las cuatro amigas hablaban sobre lo que harían cuando saliesen del colegio: irían a bailes y buscarían al hombre perfecto para casarse.
      —Mi esposo tiene que ser moreno —decía Beth—, con los ojos más azules que haya visto jamás. Será tan apuesto que todas las damas me mirarán envidiosas cuando vayamos al teatro, y me tratará como a una reina cuando estemos a solas.
      —Pues el mío —canturreaba Maggy— ha de ser rubio, con los ojos del color de la miel. Será un hombre bueno, y jamás me levantará la mano. Me tratará como a una igual y tendremos seis o siete hijos.
      —Yo quiero que mi esposo sea tan apuesto que me deje sin aliento —añadía Christine—, tan apasionado que no pueda separar sus manos de mí.
      —¿Y tú, Ivy? ¿Cómo quieres que sea tu esposo? —preguntaba alguna de sus amigas.
      Ivette sonreía y permanecía callada. Aunque sus amigas insistiesen, jamás daba su brazo a torcer, porque no creía que pudiesen entenderla. Lo que ella quería era un hombre que la amase tanto que no concibiese la vida sin ella. No le importaba que fuese rubio, moreno o pelirrojo. Le traía sin cuidado que sus ojos fuesen tan azules como el mar o tan oscuros como el mismísimo Infierno. Quería un hombre que la respetase, que la mirase con amor en sus ojos, que la tratase como a una princesa de cuento de hadas y que no tuviese necesidad de buscarse una amante. Porque ella estaba segura de que se enamoraría de un hombre como ese, por muy mal amante que fuera.
      Cuando intentó explicárselo a sus padres, ambos se echaron a reír. Ella insistió, pero su padre la castigó y le prohibió volver a hablar del asunto. Gritó, pataleó, lloró… pero él no hizo caso de ninguna de sus palabras. “Tu deber es casarte con el hombre adecuado, y yo elegiré al que te conviene” le dijo. El duque de Devonshire había pagado una buena suma de dinero por conseguir una mujer que le proporcionase el tan deseado heredero que ninguna de las cuatro anteriores había sido capaz de darle. Ivette fue vendida como si fuese ganado para terminar con los problemas económicos de su padre, el conde de Blessington.
      Su progenitor había perdido toda su fortuna en una mala inversión. En realidad únicamente había perdido una ínfima parte del dinero, pues el resto lo había perdido anteriormente jugando a las cartas. Cuando su madre murió siendo ella una niña, su padre no tardó demasiado en casarse con Margaret Polter, que había ejercido de figura materna lo mejor que supo. No lo hizo mal, eso era cierto, pero había sido una condesa deplorable. En vez de intentar disuadir a su padre para que dejara de jugar, Margaret le había animado ello, incluso ella misma había jugado más de una vez y, poco a poco, habían dilapidado la fortuna familiar. En su desesperación por salvar lo poco que les quedaba, su padre invirtió en un negocio que resultó ser una estafa, a pesar de que su tío James, el hermano de su madre, intentó disuadirle de ello.
      Ahora ella se veía obligada a pagar las consecuencias de sus acciones. Hacía dos meses que su padre había aparecido en el colegio para llevársela con él, y en el camino hacia su casa le informó que estaba prometida en matrimonio con el duque de Devonshire, un hombre que bien podría ser su abuelo. ¿Cómo iba a ser capaz de cumplir con sus deberes maritales? Solo pensar en tener que yacer con un viejo lleno de arrugas le daba ganas de vomitar.
      Si bien no le conocía aún, tenía que decir en su favor que parecía un caballero muy atento y educado. Desde que había vuelto de la escuela la había sorprendido en varias ocasiones con pequeños regalos que la hacían sonreír: un libro de su escritora favorita, un pañuelo bordado, un ramo de flores e incluso una pluma para escribir. Ella le contaba los progresos en los preparativos de la boda, lo que había hecho durante la semana e incluso algunos recuerdos del colegio. Pero todo eso no atenuaba el hecho de que en unas horas estaría casada con un hombre que le triplicaba la edad. Una lágrima resbaló por su mejilla sin poder evitarlo.
      —Ivette, querida, no llores —dijo su madrastra limpiándole la cara con un pañuelo de seda—. Sé que debes estar emocionada ante tu inminente boda, pero se estropeará tu cutis y tu futuro marido te verá llena de rojeces. Y no queremos eso, ¿verdad, querida?
      —No, madre.
      Ivette se situó frente a su vestido de novia, uno que todas sus amigas envidiarían. De raso completamente blanco, con una sobreveste de encaje bordada con perlas y rematado con pelo de armiño en el cuello y los puños. Cristen, su niñera, comenzó a vestirla mientras protestaba entre dientes por la terrible injusticia que sus padres estaban a punto de cometer. Cerró los ojos para escapar de ese mundo, para evadirse de la terrible realidad que la esperaba en la iglesia de St. Giles.
      Bajó los escalones erguida, resignada a acatar su terrible futuro sin protestar más, pues de todas formas no iba a servir de nada. Su padre la esperaba al pie de la escalera, mirándola como si tuviese delante una gran fortuna. A fin de cuentas eso era ella para él…
      —Mi cielo, estás preciosa —susurró el conde—. El duque va a estar encantado con este matrimonio. Vamos, ya llegamos tarde.
      Desfiló cabizbaja, como los presos al cadalso, hasta un carruaje adornado con rosas blancas y jazmín. La iglesia estaba llena a reventar. Amigos y conocidos ocupaban los bancos de toda la iglesia, todos ellos iban a ser testigos de su desgracia. Recorrió el pasillo sin mirar a su futuro esposo, contando los pasos que la separaban del infierno.
      —¡¿Pero qué demonios significa esto?!
      El improperio de su padre la sobresaltó, haciéndole levantar la cabeza, y el hombre que la esperaba en el altar la miró con ternura y comprensión. Pero no se trataba del anciano del que las sirvientas le habían hablado, ni muchísimo menos. Se encontraba ante un atractivo joven, muy alto, con la piel tostada por el sol y los ojos más azules que había visto en su vida, aunque lo que más le llamó la atención fue el color rojizo de su pelo. El desconocido hizo una inclinación de cabeza dirigida a la muchacha y se volvió hacia su padre, cambiando su expresión. El joven muchacho había desaparecido para dar paso al peligroso e implacable duque de Devonshire.
      —¿Hay algún problema, Blessington? —preguntó con voz firme.
      —¿Dónde está el duque de Devonshire?
      —Le tiene delante —contestó el joven con voz neutra—. Soy Stefan Joseph Cavendish, quinto duque de Devonshire.
      —Pero el duque… —La cara de estupefacción del conde no tenía precio.
      —El anterior duque, mi tío, murió hace un mes y yo heredé el título. El contrato que usted tenía firmado con mi tío vinculaba a su hija con el duque de Devonshire, no especificaba con cuál de ellos, así que el matrimonio sigue en pie.
      Ivette se quedó paralizada. ¿El duque había muerto? Entonces todos los regalos, todas las cartas… ¡Habían sido de él! Todos los detalles venían de manos del joven duque, un hombre tan apuesto como peligroso.
      —Por supuesto, excelencia —dijo el padre de la joven—. Disculpe mi reacción, pero nadie me informó del fallecimiento del anterior duque.
      —Murió en Kent, y ante la inminencia de la boda decidí presentarme sin más en la iglesia. A fin de cuentas necesito una esposa y herederos, y su hija es tan buena como cualquier otra.
      Ivette se sintió ultrajada ante aquella afirmación. Que su padre la tratase como moneda de cambio era insoportable, pero que su futuro marido la quisiera de yegua de cría era indignante. ¿Dónde había quedado toda la amabilidad que le había mostrado en sus cartas?
      El cura comenzó la ceremonia y, antes de que la joven se recuperase de la nube de indignación en la que el duque la había envuelto, se había convertido en la duquesa de Devonshire.


CAPÍTULO 1


      Stefan Joseph Cavendish, quinto duque de Devonshire, se sentía nervioso por primera vez en sus treinta y dos años de vida. Estaba a punto de convertirse en un hombre casado, y no por decisión propia.
      Cuando le informaron de que su tío se encontraba en su lecho de muerte, supo que su vida había llegado a su fin. Había sido educado para ser duque, fue a buenos colegios y aprendió todos los entresijos de la alta sociedad londinense para cuando este día llegara, pero él siempre había tenido la esperanza de que su tío concibiese un heredero que le quitase de encima el peso de su título. Tendría que heredar entonces el de su padre, pues era el primogénito, pero los negocios del marqués de Huntington en América le permitirían continuar haciendo lo que más le gustaba: viajar.
      Los seis años anteriores habían sido los mejores de su vida, pues se había dedicado a viajar para la corona, visitando los confines de la tierra para traerle al príncipe Alberto las rarezas que exigía para exponerlas en la Gran Exposición, un museo creado en honor a su amada esposa, la reina Victoria. Visitó países con los que jamás había siquiera soñado, aprendió costumbres de cada uno de ellos y dejó un pedacito de su alma en todos esos lugares. Pero por desgracia esas aventuras habían llegado a su fin. Su tío, en su lecho de muerte, le había hecho prometer que se casaría con la joven Ivette, una niña que apenas había salido de la escuela.
      —Debes cumplir nuestra palabra, Stefan —dijo el duque—, sin ella no somos nada.
      —¿Y por qué demonios te prometiste con ella? ¡Ni siquiera ha hecho su debut en sociedad!
      —Necesitaba un hijo.
      —¿Un hijo? ¿Para qué? ¡Ya tienes un maldito heredero!
      —Es cierto que tú eres mi heredero, Stefan, pero eres el hijo de mi hermano. No te he visto crecer, no he disfrutado de tus primeros pasos, ni de tu primera palabra o tu primer diente. Necesitaba tener todo eso.
      —Podías haberlo tenido si te hubieras dignado a visitarme de vez en cuando.
      —Créeme, mi hermano y yo éramos incapaces de permanecer en la misma habitación juntos más de veinte minutos. ¿O acaso no recuerdas que en las vacaciones veníais a verme con vuestra madre?
      —¿Y no podías haber escogido a una viuda de tu edad para casarte? Esa pobre niña debe estar aterrada pensando en el destino que le espera.
      —¡Stefan, por amor de Dios! ¡Las mujeres de mi edad tienen el dique seco! ¿En serio crees que una viuda iba a proporcionarme un hijo?
      —¿Sabes qué? Has perdido la cabeza. La enfermedad te ha vuelto loco.
      —Quizás sea así… o quizás soy más inteligente de lo que todos imagináis y tengo un plan maquiavélico en la cabeza. En cualquier caso debes casarte con esa muchacha. Di mi palabra de que el duque de Devonshire desposaría a esa niña, y juro por Dios que lo vas a hacer.
      —¡Está bien, maldita sea! ¡Lo haré!
      —Stefan… sé que ahora mismo puede parecerte una locura, pero con el tiempo necesitarás una esposa que te proporcione un heredero. Ivette es una mujer buena, dócil, y estoy seguro de que serás feliz con ella.
      —Iré a llamar al médico.
      Desde ese momento había sentido que su vida estaba convirtiéndose en un infierno, que había sido encadenado por los grilletes del matrimonio y no podía hacer nada por evitarlo. Durante dos semanas apenas había pegado ojo, pensando en esa pobre muchacha a la que habían privado de disfrutar de su temporada social. No le habían permitido bailar, ni coquetear, ni divertirse. Le habían quitado lo único que era realmente propiedad de una joven, y él estaba dispuesto a resarcirse. Bien sabía Dios que no quería casarse, pero estaba seguro de que esa muchacha tampoco lo quería, al menos no tan pronto. Pensó mucho en Ivette Blessington, en cómo sería, en las cosas que la harían feliz… incluso en sus aspiraciones.
      Tras la muerte de su tío, encontró en un cajón un retrato de la joven. Ivette era una auténtica belleza. Su cabello castaño caía suelto sobre sus hombros, sus rizos revoloteaban alrededor de un rostro ovalado y sonrosado por el sol de la mañana. Nariz respingona, labios llenos, y unos ojos almendrados del color de las avellanas que brillaban por la risa. Jamás había visto una mujer tan bella. Había viajado alrededor del mundo, había conocido mujeres voluptuosas por todas partes, pero todas ellas quedaban eclipsadas por su futura esposa. A partir de ese día puso todo su empeño en conquistarla. Había enviado flores y regalos bajo el nombre del duque, sin darle a conocer a la joven que no era el viejo decrépito que seguramente ella esperaba por temor a que su padre invalidase el compromiso. Recibió en respuesta algunas misivas en las que ella amablemente le daba las gracias y le contaba cómo iban los preparativos de la boda. Él disfrutaba leyéndolas una y otra vez, aspirando el perfume que impregnaba el papel, imaginado a la muchacha al escribirlas.
      En el viaje desde Kent hacia Londres, Stefan había pensado mucho en la forma de compensar a su futura esposa por la libertad que le estaba arrebatando. Bien sabía Dios que él no era como el resto de los nobles. Había viajado tanto, había descubierto las costumbres de tantas culturas, que su visión respecto al matrimonio distaba mucho de la que tenían sus compatriotas. Su esposa ideal no era una mujer que obedeciera en todo, agachara la cabeza y sonriese como una tonta. Para él la mujer perfecta tenía que tener alma, espíritu. Quería una mujer que le desafiara, que le diese a su monótona vida un toque de color.
      Llegó a Londres con el tiempo justo de darse un baño, cambiarse de ropa y presentarse en la iglesia de St. Giles. No se dio demasiada prisa, sabía por experiencia que las mujeres solían llegar tarde el día de su boda. Su hermana se había encargado de dejárselo muy claro cuando contrajo matrimonio con uno de sus mejores amigos, Andrew Svenson, marqués de Somerset.
      Ivette, sin embargo, fue peligrosamente puntual. Si llega a demorarse cinco minutos más, habría sido ella quien le esperase a él en el altar. Cuando la vio aparecer por el pasillo de la iglesia, Stefan se quedó sin respiración. La belleza de la joven superaba la de cualquiera de las mujeres que habían acudido a la ceremonia. Su cabello castaño estaba recogido en la nuca con un moño sencillo, y un mar de tirabuzones rodeaba su rostro, sonrosado y salpicado de pecas. Una pequeña diadema sostenía en su cabeza el velo, y su vestido de novia se amoldaba a sus curvas de manera deliciosa. A Stefan le pareció la visión más hermosa que había tenido en su vida, pero cuando Ivette levantó la cabeza y se reflejó en sus ojos color avellana, supo que ella era la mujer adecuada para él. No era demasiado alta, apenas le llegaba a la barbilla, con una figura curvilínea que la diferenciaba de la marea de debutantes que había tenido que soportar temporada tras temporada cuando no se encontraba en alta mar.
      La ceremonia pasó casi sin darse cuenta, y cuando el cura los declaró marido y mujer, se volvió hacia la joven y le dio un casto beso en la frente. Lo que realmente quería era arrasar su boca, besarla hasta hacerla perder el sentido, pero tendría que esperarse a estar a solas con ella. ¡Maldito decoro! Salieron de la iglesia cogidos del brazo, y un centenar de personas se acercó a ellos para darles la enhorabuena, tras lo cual se dirigieron a su mansión en Mayfair para continuar con la celebración. La cena se sirvió en el salón azul de la mansión del duque: crema de calabaza con jengibre, ensalada con vinagreta de mostaza, perdiz a la cerveza con guarnición de guisantes y de postre pastel de limón. Ivette estaba callada, demasiado callada, y Stefan no sabía qué hacer para hacerla sonreír. 

      —¿Te encuentras bien, Ivette? —susurró en su oído, haciendo que la joven se sobresaltase.
      —Muy bien, excelencia. Solo estoy cansada.
      —Estamos casados, Ivette. Puedes llamarme Stefan.  
      —Pero en público…
      —Me importa muy poco lo que los demás piensen de mí. Eres mi esposa, y espero que me tengas confianza. No soy como el resto de nobles de Londres, querida. No lo olvides nunca.
      —Entonces me gustaría que me llamaras Ivy. Mis amigas me llaman así.
      El duque puso su mano sobre la de la joven, que descansaba sobre la mesa, y la apretó con cariño, arrancándole una tímida sonrisa. Los murmullos a su alrededor no tardaron en aparecer, pero él era duque, así que podía hacer lo que le viniese en gana.
      Una vez terminada la cena, los invitados se dirigieron al salón de baile. Stefan se demoró con Ivette, buscando un poco de intimidad. La llevó a un rincón apartado y la besó en la mano y en la mejilla, sonriéndole.
      —Sé que estás cansada, pero ya queda muy poco. Abriremos el baile y podrás irte a descansar. Yo tendré que quedarme hasta que los invitados se vayan, pero no me esperes despierta.
      —De acuerdo, excel… Stefan.
      Escuchar su nombre en los labios de la joven le hizo sonreír. Su voz era dulce, suave, y su nombre sonaba a poesía para él. Acarició con ternura la mejilla de su esposa, y ella le recompensó con una sonrisa sincera y una caída de ojos deliciosa. No pudo resistir la tentación de besarla en los labios. Tras asegurarse de que no había curiosos a su alrededor, sujetó a su esposa por la nuca y unió sus labios a los de ella. Apenas fue un roce, y terminó antes siquiera de haberla saboreado, pero la recompensa de su rostro sonrosado por el estupor fue más que suficiente para mantenerle satisfecho hasta dentro de unas pocas horas.
      Ivette enlazó su brazo con el de su marido y entraron en el salón de baile. A él no se le daba demasiado bien bailar, era algo a lo que no prestó la debida atención en la escuela, y ahora, con ella entre sus brazos, se maldecía por no haber sido un estudiante más aplicado. Ella levantó su mirada avellana hacia él, sonrió tímida… y el deseo por ella se disparó. Posó su mano en la cintura de la joven y comenzó a girar. Nada podía compararse a eso, nada se podía igualar a la sensación de tenerla entre sus brazos. Se dejaron llevar por la música, y Stefan sentía que flotaban alrededor de la pista de baile. El resto del mundo dejó de existir… solo estaban ellos dos. Su mente viajó de pronto hasta su dormitorio, donde unas horas más tarde podría saborear las mieles de la noche de bodas. Se moría por besarla, por acariciar cada centímetro de su piel y hacerle el amor lentamente… pero aún quedaba mucho para ello.
       El baile terminó antes de lo que había esperado, y cuando Ivette se separó de su cuerpo para hacerle una reverencia sintió un tremendo vacío. Sujetó sus dedos y posó un beso en su muñeca, sin apartar la vista de sus ojos, percatándose del suspiro que se escapó de sus labios. Volvió a enlazar el brazo de la joven con el suyo y la acompañó hasta su madre. Repitió el beso, esta vez en la mejilla.
      —Ve a descansar, Ivette. Te despertaré cuando suba. 
      —Vamos, querida —dijo la madre de la joven acercándose a ellos—. Vamos a prepararte para que puedas descansar.
      La observó marcharse por la escalera, y sintió un deseo irrefrenable de ir tras ella. Pero su deber era quedarse hasta que sus invitados se marcharan, así que volvió al salón con paso resignado.
      —Alegra esa cara, hombre, pronto te reunirás con ella.
      Stefan sonrió al escuchar a su mejor amigo, Francis Leveson, duque de Sutherland.
      —Es preciosa, ¿verdad? —preguntó.
      —Eres un cabrón con suerte, Stefan. Lástima que yo no la vi primero, de ser así el que estaría deseando subir esas escaleras sería yo. Compénsame con una copa, amigo.
      —¿Dónde has dejado a Eleanor?
      —Con tu madre. Está presentándola a varias personas influyentes. Ya sabes… preparándola para su temporada social.
      La madre de Francis había muerto al dar a luz, y su padre había hecho de padre y de madre lo mejor que había podido. Cuando sus hermanas mayores se casaron, acogieron a Eleanor bajo su ala, pero si había alguien influyente en la alta sociedad era Mary Cavendish, marquesa de Huntington.
      Ambos hombres se acercaron al bar y, tras servirse una copa del mejor whisky importado de Escocia, se sentaron en la terraza para escapar del bullicio.
      —Deberías estar dentro haciendo de anfitrión —dijo Francis.
      —Y tú deberías estar dentro haciendo de carabina de tu hermana.
      —Touché, amigo. Supongo que ambos necesitamos algo de aire fresco. Me ha extrañado no ver al príncipe Alberto en tu boda.
      —La reina Victoria está enferma, y no quiere separarse de ella.
      —Es inusual ver a la realeza tan enamorada, pero la verdad es que a veces les envidio. ¿Cómo va el proyecto que os traéis entre manos?
      —Lento, demasiado lento. El príncipe se ha empecinado en tenerlo terminado para primavera, y los arquitectos están escandalizados. Las mercancías llegan con retraso, y los materiales de construcción no están listos —suspiró—. El proyecto nos está dando a todos demasiados quebraderos de cabeza, y el mal humor de Alberto se hace notar.
      —Lo conseguirá. Ambos lo sabemos.
      —Ese hombre consigue todo lo que quiere. Consiguió terminar con la revolución antes de que empezase, y eso no lo consigue cualquiera.
      En ese momento llegó hasta ellos el marqués de Somerset acompañado por Eleanor, que se acercó a su hermano y le apuntó con el dedo.
      —Francis Thomas Levenson… Eres un desconsiderado. Me has dejado sola ante el peligro.
      —Querida, no seas exagerada. Te dejé a buen recaudo, si no recuerdo mal.
      —¿Dónde has dejado a mi hermana, Andrew? —preguntó Stefan.
      —Ha subido con tu madre a preparar a tu esposa. Parece que a ninguna de las dos le han gustado demasiado las barbaridades que su madre le contaba al subir las escaleras.
      —Bien, pues si me disculpáis —dijo Francis—, voy a continuar con mi trabajo de carabina. Vamos, querida, aún hay muchos petimetres con los que puedes bailar.
      Andrew ocupó el lugar de su amigo, y se desabrochó un par de botones de la chaqueta con un suspiro.
      —¿Cómo lo llevas? —preguntó a su cuñado.
      —Aún es muy pronto para saberlo, Andrew. Tú conocías muy bien a mi hermana cuando os casasteis, pero yo tengo que ir a ciegas.
      —Es preciosa, debes reconocerlo. Y parece ser una joven muy dócil.
      —Eso me temo. No hay duda de que es una belleza, pero sabes que las mujeres dóciles me aburren. Espero que solo sea porque está nerviosa, o me esperará una vida demasiado aburrida.
      —Siempre puedes buscarte una amante. Todo el mundo lo hace.
      —No pienso faltarle de esa manera al respeto, Andrew. Bastante tiene ya con tener que soportar a un desconocido de por vida.
      El resto de la velada se le hizo interminable. Cuando por fin pudo retirarse a sus aposentos, los nervios le atenazaron el estómago. Si bien no era ningún pelele en las artes amatorias, jamás había desflorado a una virgen, y quería que para Ivette todo fuese perfecto. Se lavó un poco y se quedó desnudo bajo la bata de seda, dispuesto a ir a despertar a su esposa, pero un golpe en la puerta le retrasó.
      —Excelencia, ha llegado una nota urgente de parte de su alteza el príncipe —dijo Stuart, su ayuda de cámara—. Precisa respuesta inmediata, el mensajero espera en su despacho.
      Cuando Stefan desdobló la nota, su noche se vino abajo.


«Han robado en los almacenes de la Exposición. Necesito que acudas allí de inmediato y me informes de los daños ocasionados».

      Suspiró resignado, se acercó a su escritorio y escribió una respuesta, que entregó a Stuart.
      —Dale esto al mensajero y que parta de inmediato. Prepara mi traje de montar, he de marcharme a toda prisa.
     Cuando se hubo vestido, se acercó resignado al dormitorio de Ivette, que dormía plácidamente. Observó su dulce rostro, y suspiró al pensar que tendría que dejar la consumación de su matrimonio para más tarde. Con suerte los desperfectos serían mínimos y en un par de horas estaría de vuelta en casa. Besó suavemente a su esposa en los labios y se dirigió a su habitación, dispuesto a relegar su noche de bodas para ocuparse de los asuntos del príncipe.
 
      Ivette subió la escalera hecha un manojo de nervios. Su madre caminaba delante, y Cristen sostenía su mano con ternura. ¿Qué le depararía esa noche? ¿Sería doloroso como había oído decir en la escuela, o quizás resultaba placentero, como cuchicheaban las sirvientas? No sabía qué esperar, y eso la estaba matando.
      Llegaron al que sería su dormitorio de ahora en adelante. Muebles de palo de rosa, cortinas de brocado carmesí y una enorme cama con dosel. A la derecha, unos grandes ventanales comunicaban con una pequeña terraza, en la que podía vislumbrarse una mesa y dos sillones lacados en blanco. A la izquierda se encontraba la puerta que comunicaba con el baño… y el dormitorio del duque.
      Sobre la cama se encontró un precioso camisón de algodón blanco, con volantes en el cuello y las mangas, de escote cuadrado, adornado por un lazo y largo hasta los tobillos. Mientras su niñera lidiaba con los cordones del corsé, la madre de Ivette hacía aspavientos por la habitación intentando explicarle los entresijos de la noche de bodas.
      —Hija mía, hay cosas que debes saber antes de que tu esposo venga a visitarte esta noche. Los placeres del lecho matrimonial son un privilegio que las mujeres le brindamos a los maridos, y nunca podemos negarnos a yacer con ellos. Con suerte, tu esposo será considerado y no te causará ningún dolor.
      —¡Tonterías!
      La voz que tronó desde la puerta le produjo a Ivette un sobresalto. Se volvió para descubrir a dos damas altas, elegantemente vestidas, con el pelo azabache y los ojos azul cristalino. “Los ojos de mi esposo” pensó. La mayor de ellas entró en la habitación con el porte de una reina y le arrebató el cepillo a su madrastra.
      —Excelencia —tartamudeó Margaret realizando una reverencia demasiado exagerada.
      —Lady Blessington, por muy madre suya que sea, no voy a consentir que asuste a mi pobre nuera con esa sarta de estupideces. Mi hija y yo nos ocuparemos personalmente de preparar a Ivette para ir a dormir. Puede retirarse.
      La madrastra de Ivette hizo una reverencia y se marchó sin más, aliviada de que la librasen del tormento de preparar a la hija de su marido. La dama que acababa de aparecer cerró la puerta tras su niñera y se acercó a la joven para comenzar a quitarle las horquillas de la cabeza y cepillarle su larga melena. La otra mujer se acercó a la cama y observó con detenimiento su camisón.
      —Así está mejor. No hay nada más odioso que tener un millar de alfileres clavándose en tu cabeza, ¿verdad, querida? —dijo la mujer más mayor— Soy Mary Cavendish, marquesa de Huntington. Stefan es mi hijo. Ella es mi hija Sarah, marquesa de Somerset. Tu madre se ha excedido al llamarme excelencia, pues ese título te corresponde a ti, no a mí.
      —Tardaré en acostumbrarme —susurró ella.
      —Créeme, lo harás, y mucho antes de lo que imaginas —dijo Sarah—. Cuando me convertí en marquesa estaba tan asustada como tú, pero mi marido fue una gran ayuda, igual que lo será Stefan para ti.
      Ivette miraba a su suegra por el espejo, perdida en el movimiento de sus manos.
      —No hagas caso de nada de lo que te ha dicho tu madre sobre las relaciones maritales, querida —continuó su suegra—. Hacer el amor con tu marido es uno de los momentos más placenteros de las relaciones de pareja, sobre todo si es con el hombre adecuado.
      —Desde luego con este camisón lo único que conseguirás es espantarlo —dijo Sarah—. Ahora mismo vuelvo. Vamos a hacer que mi hermano caiga rendido a tus pies.
      Ivette abrió los ojos como platos, sorprendida. La marquesa sonrió con ternura y continuó con su tarea.
      —Lo primero que debes saber es que puedes negarte a yacer con tu marido siempre que quieras. Puedes estar enferma, o cansada, y te aseguro que mi hijo no se va a enfadar lo más mínimo por ello. Tienes la suerte de haberte casado con un hombre fuera de lo común, Ivette. Sus continuos viajes le han convertido en alguien nada convencional para nuestra sociedad.
      —¿Le consideran raro?
      —No se atreven a decirlo en voz alta, por supuesto, porque es íntimo amigo del príncipe Alberto y de la reina, pero la gran mayoría de la sociedad le considera fuera de lo común. Es igual que su padre.
      —Hábleme de él.
      —Stefan es un hombre muy comprensivo, pero tiene muchísimo carácter. Para él no valen las mujeres sumisas, Ivette. Necesita una mujer como él, que le desafíe y anime la monótona vida que le espera como duque. También es muy pasional, y disfrutaréis mucho de vuestros momentos de intimidad. La verdad es que siento que la experiencia marital de tu madre sea tan triste, pero te aseguro que no siempre es así.
      —No es mi madre —susurró la joven—. Mi verdadera madre y mi hermano murieron de fiebres cuando yo era apenas una niña, y mi padre se casó con Marguerite un año después.
      —Mi pobre niña —suspiró la marquesa abrazándola—. Espero que te haya tratado con cariño.
      —No ha sido una mala madre, al contrario, se ha preocupado mucho por mí. Pero siempre tuve la sensación de que lo hacía más por agradar a mi padre que por mí. No me ha faltado de nada, pero sin embargo me sentía sola en casa. Supongo que me faltaba el cariño de unos padres, bien sabe Dios que ninguno de los dos sirve para ello.
      —No podré ocupar nunca el lugar de tu madre, querida, pero espero que veas en mí una buena amiga y que cuentes conmigo siempre que me necesites.
      —Gracias, milady.
      Mary continuó cepillando el pelo de Ivette un rato, y ambas mujeres permanecieron sumidas en un cómodo silencio. Sarah llegó entonces con un precioso camisón blanco de gasa y encaje, que dejaba muy poco a la imaginación, acompañado de una bata a juego.
      —Compré este conjunto para una ocasión especial con mi marido, pero creo que tú lo necesitas mucho más que yo.
      —¡No puedo ponerme eso! —se escandalizó Ivette— ¡Es indecente!
      —Precisamente por eso debes ponértelo, querida —dijo Sarah—. Si quieres conservar a tu marido en tu cama y que no se busque una amante, esta es la mejor forma de hacerlo. Ven que te ayude a ponértelo. Estoy segura de que en cuanto Stefan te vea con él puesto, no querrá yacer con ninguna otra mujer.
      —En la escuela decían que yacer con un hombre duele —titubeó entonces Ivette.
      —¡Eso no son más que tonterías! —dijo su suegra— Hacer el amor es… maravilloso. Tu marido será capaz de darte placer, Ivette, igual que tú se lo proporcionarás a él.
      —¿En serio?
      —¡Oh, sí! Desearás esos momentos a solas. No debes tener miedo, querida. Nada de lo que pase entre las paredes de tu habitación puede ser malo. Relájate y disfruta.
      —¡Y sé atrevida! —continuó Sarah— A los hombres les encanta que sus esposas sean atrevidas. Te aseguro que mi hermano no querrá a una mujer inerte en su cama.
      Con un movimiento suave, la madre de Stefan puso el cepillo en el tocador y se irguió para marcharse.
      —Ahora debes descansar. Los invitados tardarán aún en abandonar esta casa, y mi pobre hijo no podrá escaparse por mucho que lo desee. Puedes dormir tranquila hasta que llegue Stefan, porque te aseguro que después no pegaréis ojo. Vamos, Sarah. Buenas noches, querida.
      —Buenas noches, lady Huntington.
      —Por favor, Ivette, somos familia. Llámame Mary.
      Su cuñada le dio un beso en la mejilla y sonrió.
      —Me alegro muchísimo de tener por fin una hermana, Ivette. Seremos buenas amigas, ya lo verás.
      —Me encantaría.
      Cuando ambas mujeres se marcharon, Ivette se acurrucó entre las sábanas con la esperanza de dormir un poco, pero fue incapaz de conciliar el sueño. Los nervios le atenazaban el estómago, y cada vez que cerraba los ojos veía a su marido sonriéndole en la cena, haciéndola temblar. Había tenido muchísima suerte, lo sabía, pero eso no evitaba que sintiese pavor ante la vida que le esperaba a partir de ahora.
      Su esposo era realmente apuesto. Todas sus amigas habían estado suspirando a su alrededor, se había dado cuenta. Esos ojos azules eran tan atrayentes, tan hipnotizadores… No apartó la mirada de ella en ningún momento durante la ceremonia, y en la cena solo intentaba hacerla sentirse bien. Ivette sonrió… y deseó que el duque se enamorase de ella. Casarse con un hombre joven y apuesto era un arma de doble filo. Podría terminar perdidamente enamorada de él, y si su amor no era correspondido, su matrimonio sería peor que el Infierno.
      Se levantó de la cama cansada de dar vueltas, se puso la bata y salió al balcón. El aire frío de enero la hizo temblar, pero necesitaba sentirse viva. Se sentó en uno de los cómodos sillones lacados a observar las estrellas. La risa de una mujer captó su atención. Abajo, entre las sombras, un hombre y una mujer corrían entre los setos. Él la sostuvo entre sus brazos, la apoyó contra un árbol… Ivette se sintió acalorada al ver cómo la besaba, cómo unía sus labios a los de ella y la apretaba contra su cuerpo. Ella enredaba las manos en su pelo atrayéndolo más si cabía. ¿Sería eso la pasión? Se tapó la boca con ambas manos cuando el caballero bajó el corpiño del vestido y dejó al descubierto uno de los pechos de la joven para después recorrerlo con su boca. ¡Por Dios bendito! Trastabilló hacia atrás en su prisa por entrar en la habitación sin que los amantes la descubriesen.
      Una vez al refugio del calor del fuego, Ivette pensó en lo que había visto en el balcón. Si eso era la pasión, si era eso lo que le esperaba en su noche de bodas, estaba deseando experimentarlo. La dama se entregaba sin reservas, parecía estar disfrutando enormemente, y hacía unos ruiditos muy impropios de una dama que a ella le sonaron a música celestial.
      Un ruido en la habitación contigua la hizo saltar para meterse en la cama. No quería que Stefan la encontrase despierta, así que se tapó con las mantas hasta la barbilla y cerró los ojos, haciéndose la dormida. Le escuchó andar de un lado a otro y suspirar cansado. Tras un golpe en la puerta, escuchó a su ayuda de cámara susurrar.
      —Dale esto al mensajero y que parta de inmediato. Prepara mi traje de montar, partiré a toda prisa —dijo su marido.
      ¿Cómo? ¿Se marchaba? Stefan entró poco después en la habitación completamente vestido. Se sentó al borde de la cama y bajó un poco las mantas. Ivette no respiró por miedo a que la descubriese despierta. Él acarició su mejilla suavemente con la punta de los dedos y volvió a suspirar. Ella estaba hecha un manojo de nervios. No entendía nada. Si se iba, ¿qué hacía allí?
      —Vamos a tener que posponer nuestra noche de bodas, mi cielo, hay asuntos que reclaman mi atención y que no puedo obviar —susurró su esposo—. Descansa, querida.
      Ivette se quedó quieta, muy quieta, cuando Stefan unió sus labios a los de ella. Sintió un millón de sensaciones nuevas y emocionantes. Las manos le cosquilleaban por las ganas de enredar los dedos en su pelo y atraerlo como había hecho la mujer del jardín, pero permaneció inerte por miedo de que la descubriese.
      Stefan se separó lentamente de ella, le dio otro beso en la frente y salió de la habitación. Cuando oyó sus botas de montar repiquetear en la escalera, saltó de la cama y se asomó al balcón. Diez minutos después vio a su marido partir a caballo, y las dudas le atenazaron el estómago. ¿Dónde iría a esas horas? ¡Era su noche de bodas! ¿Habría ido a visitar a su amante? Todos los caballeros tenían amantes, pero ¿en su noche de bodas?
      La decepción dio paso al enfado, un enfado tan intenso que cogió un frasco de perfume del tocador y lo lanzó al suelo, haciéndolo añicos. Si había ido a ver a su amante, ella lo averiguaría. Y por Dios que se arrepentiría de haberla tratado con esa falta de respeto. Se metió en la cama dispuesta a darle su merecido al pomposo duque de Devonshire si tenía que hacerlo.






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